Tutay Tutayna.

En un rincón de la sala de aquel albergue, calentándose a la llama de la chimenea, un par de viejitos esperaban que el posadero les regalara algo de los restos de la cena, cuando un alto joven moreno interrumpió el ambiente cálido abriendo el portón de entrada, por el que inmediatamente se precipitaron los vientos de esta velada invernal.

 

Llegó algo alterado, el pelo despeinado cubriéndole la cara. Era seguramente un extranjero buscando un sitio donde pernoctar. El propietario le hizo señas de sentarse pero el hombre le explicó que su esposa lo esperaba con su montura, al abrigo de unos arbustos, a unos cien metros de allí. Estaban extenuados y buscaban algún lugar para pasar la noche.

 

El dueño, le anunció el precio de la pieza, después de haberle mencionado los servicios adicionales: agua caliente, doble cobija, sabanas limpias, sanitarios compartidos, desayuno. El norteño – pues su acento lo delataba – empezó a negociar antes de revelar a los asistentes que su mujer, de escasos 17 años, estaba esperando y lo más posible es que daría a luz esta noche.

 

El hotelero sin preguntar más le indicó que, para estos casos, más valía dirigirse al centro de salud más cercano, que apenas quedaba a 3 kilómetros de allí. Allá recibirían la atención necesaria sin molestar a nadie ni importunar a sus clientes: unos acostumbrados comerciantes viajeros, unas colegialas de buenas familias, un “Monseñor”.

 

El moreno, alzando la voz y moviendo los brazos angustiado, explicó que su compañera no alcanzaría a llegar al hospital. Se dejó caer en una silla desesperado, elevando predicas al cielo, tomando como testigo a su padre ausente y gritándole, entre llantos, que él, sí, había aprobado el plan de recibir este niño aún no fuera suyo, pero que las cosas estaban llegando al límite, que estaba exhausto, que ya no podía más, que si no fuera por su prometida tiraría la toalla.

 

La escena dejo a los comensales molestos y ya la tensión iba subiendo en el recinto en contra de este intruso, cuando el hospedero, abriendo la puerta lo empujo afuera.

 

Caminando, el grandulón con el rostro lleno de lágrimas, empezó a preguntarse: ¿Qué iba a pasarles? ¿Alcanzarían a llegar al dispensario, que era ya su única opción? ¿Tendrían camas disponibles? ¿Se apiadarían de ellos?

 

Cuando se encontró con ella, se calmó un poco, conmovido por su amor y su confianza a pesar de la mala situación. Cuando le contó lo sucedido, ella no se extrañó, ya lo sabía: eran forasteros, pobres, incomodos… además si pasaba algo en el parto… nadie quería tomar semejante responsabilidad por unos desconocidos.

 

Volvieron a tomar el camino, él, intentando que el asno no brincara tanto en esas trochas, ella, sosteniendo con sus manos frágiles, su enorme panza.

 

Es así como en estos instantes encontraron a los dos viejitos que él, apenas había distinguido en la penumbra del salón de la posada. Salieron de la oscuridad y zarrapastrosos como lucían, lograron infundirles miedo a los viajeros.

 

Después de este primer momento y al escuchar sus tiernas voces, se calmaron y los escucharon: Viendo el estado avanzado de la dama, se habían puesto de acuerdo y les hacían una humilde invitación. ¡Oh no era un palacio, no era siquiera una casa! ¡No!. Era su sencilla choza, hecha de cartón y madera, donde vivían, con sus colchones de paja y sus bestias lo que querían compartir con ellos.

 

Le explicaron que, ya viejos, no necesitaban mucha cosa. Con gusto, les ofrecían un ámbito seco, limpio y caliente donde recibir la criatura que ya empezaba a buscar salida.

 

Sin pensarlo dos veces, la pareja, expresando miles de agradecimientos, aceptaron y siguieron a estos misteriosos ancianos.

 

Afortunadamente llegaron justo a tiempo. Nació un varón, que lanzó al mundo su primer grito, en un lecho de forrajes, rodeados de animales domésticos.

 

Pastores, los dos abuelos, recorrieron la comarca en la madrugada para anunciar lo sucedido en su pobre rancho. Y con sus amigos, brindaron a estos 2 tortolos con su bebé recién nacido toda la atención necesaria en estos casos.

 

-     “Entre nosotros, los pobres, los miserables, los desfavorecidos de la tierra, siempre existe el don de la acogida, declaró la abuela al papá cuando quiso darle una mano para arreglar el hogar.

 

Es para no olvidar jamás sus gestos de puro amor y servicio que, en la época navideña, seguimos cantando a estos dos abuelos. Se llamaban TUTAY y TUTAYNA.

 

 

FELIZ NAVIDAD.