LA SONRISA

Este fin de semana había empezado de la mejor manera. Mi esposa iba a ganar unos pesos  trabajando hasta la tarde, en una finca elegante de las afueras de la ciudad.

Yo terminaría la obra de carpintería que estaba realizando en un techo, por la cual me pagarían un buen dinero. Mientras tanto el hijo jugaría, con sus compañeros, un partido de pelota en la cancha del barrio.

Después, iríamos los tres al culto, antes de disfrutar, como todos los sábados, de una golosina típica al salir. Estaba a una semana de mi compromiso como servidor en la Iglesia y ya nos preparábamos para disfrutar de ese momento grandioso en nuestras vidas.

 

Y súbitamente, eventos dramáticos precipitaron la tormenta que, desde la mañana, se avecinaba cubriendo con nubes negras el azul del cielo.

Al mediodía, me vinieron a buscar porque nuestro hijo se había lastimado un pie jugando.

¡Ah, este hijo! Siempre a hacer el travieso. Siempre a ser distinto de los demás. Siempre a ponernos problemas a su mama y a mí. Siempre a buscar provocar en nosotros pensamientos y búsquedas extraños. Siempre desafiándonos como papás.

 

Tiempo de bajar del techo y de recoger de prisa las herramientas, He aquí, yo, esperando al médico que nos anunció que había que inmovilizarlo, que era una fractura seria, que el pequeño no se podía mover.

 

¿Cómo hacer entonces cuando uno está trabajando? Pues, llevarse al muchacho. ¡Pero que este se quede quieto sentado en una silla! Bien sabio, el que lo logre.

 

-          Hijo, el doctor dijo que te quedaras quieto.

-          Si, papá.

-          ¿Cómo quieres que uno se concentre si por un lado estas tú que no dejas de quejarte y del otro la tempestad que amenaza lo que estoy haciendo? Pues, si no logró cerrar el techo antes de la lluvia, todo se va a mojar por dentro. Y entonces, adiós trabajo, adiós paga, adiós cliente…

 

Y preciso… el viento del norte acerco esos nubarrones y se largó a llover unos lapos de agua de Jesús, María y José. No pude sino tender una cubierta sobre mi labor y entrar al pela´o para que no se mojara. Con tal mala suerte que la cubierta no resistió al viento huracanado y que el aguacero se entró en toda la casa: la ropa, los colchones y los alimentos se perdieron íntegros todos.

 

Para colmo de los males, a eso de las seis pm, la pequeña linterna que nos habría podido salvar se apagó y tuve que, a ciegas, volver a nuestro hogar distante de unos 4 kilómetros con el travieso al hombro, mojándome los zapatos, arriesgando caer en cada hueco de la carretera. Entrando en el cambuche, descubrí que los animales lo habían invadido para protegerse de los rayos pero también se habían comido lo poco que quedaba para cenar.

 

Dejando el chico sobre la cama con la orden expresa de repasar sus tareas para el lunes, me aferre a prender el fogón con la leña mojada. A fuerza de lidia, logre, con un humero tremendo, cocinar arracacha para hacer sopa, lo único que quedaba de comestible.

 

Iracundo, irascible, cantaleteando fuertemente por estos incidentes, vociferando a cada nuevo suceso, ya no me preocupe ni del niño, ni de la sopa, ni del trabajo perdido, ni de mi compañera que no llegaba, ni del oficio religioso ya perdido, sino que me desespere sobre mi destino.

 

El destino – ¿pero realmente era el destino? - me había hecho conocer a esa jovencita, bonita y alegre de la cual me había enamorado perdidamente, a tal punto que cuando ella me había confesado que esperaba un bebe que no podía ser mío, después de haberlo pensado por varias noches, impulsado por un extraño sueño, le había dicho que “SI”, que nos casaríamos, que ese iba ser NUESTRO hijo.

 

A partir de allí, y a pesar  de que mi amor por ella crecía cada día más, nuestra vida resulto llena de dificultades.

Nos tocó enfrentar los chismes de los vecinos al saber que ella estaba esperando ante de la boda.

Nos tocó viajar en los últimos días del embarazo para dar a luz en una cabaña a borde de carretera, pues no podíamos permitirnos pagar un albergue.

Nos tocó huir al extranjero con el niño recién nacido, amenazados por un “jefe” de banda y buscando mejores oportunidades de coloca, pues con el niño, ella no podía trabajar.

Nos tocó volver a instalarnos a los 2 años, pues en el país en que estábamos empezó una hambruna tal que era preferible volver. Y nuevamente a conseguirlo todo.

Nos tocó, al entender lo inteligente que era, colocar al chiquillo a estudiar en un establecimiento privado que nos hacía difícil costear aún con ayuda de nuestro párroco.

 

Nos tocó tantas cosas que habría podido tirar mil veces la toalla, pero sostenido por mi mujer lo habíamos logrado: nunca había faltado el alimento a pesar del trabajo duro y mal remunerado, el techo seco a pesar de la escasez de dinero para pagar el arriendo, el amor a pesar de no ser yo el padre biológico, la ternura y la comprensión a pesar de la pobreza.

Hasta el día de hoy.

Hoy, ya no podía más.

 

Ya estaba cansado de luchar contra molinos. Ya estaba desmoralizado frente a las desgracias que nos mandaba mi Dios. Ya no podía soportar más este mocoso que no obedecía, que no hacía caso, que, aunque iba bien en la escuela, no hacía sus tareas. Ya no aguantaba más una llamada de atención por rebelde, bulloso e indisciplinado. Ya no toleraba más que me respondiera que se iba a fugar a la capital cuando lo amenazaba con ponerlo a trabajar a los doce años. Ya no soportaba más esta vida de estrechez, de miseria que solo nos permitía vivir el día a día, sin salidas, sin lujos, sin nada más que nuestro coraje para enfrentar las adversidades.

¿Cuánto había perdido hoy en estas escasas horas de desastre? El valor de quince largos días de penosa actividad.

 

Me cogí la cabeza con las manos y me la iba a hacer explotar contra la pared cuando vi el rostro de mi hijo con una de sus sonrisas radiantes. Inmediatamente percibí una paz infinita, una alegría profunda.

Si, este era MI hijo. SI, valía la pena luchar. SI, amaba a mi pareja. Si, había olvidado que siempre que iba a dar un paso hacía el Señor, me caían las pruebas. Si, iba a ir al templo mañana. Si, Dios había guiado mis pasos en la vida. Si, ya no tenía miedo. Si, a mis decisiones anteriores. Si, a mi vocación de padre, a mi entrega como esposo y al servicio de mis hermanos. A pesar de todo, no podía negar que Dios siempre había estado conmigo.

 

En la oscuridad de la habitación, mi hijo se sentó a mi lado y empezó a contarme las maravillosas historias de las Escrituras que cada noche le narraba su mamá y que conocía yo desde mi infancia. Contadas por él, me parecieron totalmente nuevas.

Me hicieron recobrar tanta calma que, todavía ligeramente perturbado por los acontecimientos de la jornada, me adormecí.

 

Cuando mi cónyuge llego al rancho después de su día de trabajo, al prender la vela, nos encontró, al menor y a mí, profundamente dormidos. De la palma de este, se había deslizado una oveja de lana que ella misma había confeccionado y el pastorcillo de madera que le había tallado para sus ocho años. Al fin y al cabo, todavía era un niño.