De chiquitos, muchos de nosotros jugábamos a “Isla del tesoro”. Generalmente uno de nuestros papas, escondía en algún lugar de la casa, una chocolatina o un paquete de galletas, que luego teníamos que encontrar con “pistas” que él mismo nos daba. Lo valioso, aunque disfrutamos del premio, era la exploración: exploración de nuestro mundo y exploración de nuestras relaciones.
Más adelante, seguimos entreteniéndonos con la búsqueda de otros tesoros: un diploma, una novia, un carro, una casa, un trabajo, un negocio, unas vacaciones, una colección de arte disfrutando no solamente el logro de nuestra meta sino también el proceso que nos llevaba a ella. Eso, pensamos, nos hacía felices, ser alguien en la vida, nos daba sentido.
Después de la búsqueda de todas estas riquezas que resuelven nuestras necesidades básicas y terrenales, seguimos, sin embargo, experimentando una impresión de vacío, de insatisfacción profunda. Porque, a pesar de tanto buscar, siguen sin responder preguntas como: ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Para dónde voy? ¿Tiene sentido mi vida? Porque nos falta emprender la más importante de las búsquedas: la de nuestro tesoro interior.
Y como cuando éramos niños, descubrimos que en esta también existen “pistas”.
Con todos estos elementos para alcanzar nuestro tesoro interior que no tiene otro nombre finalmente que la felicidad tan anhelada, bien podríamos perdernos o por lo menos tener una sensación de mareo existencial.
Pero si nos hacemos disponibles a todas estas preguntas, tarde que temprano empezaremos a recibir mensajes que nunca habíamos recibido y intuir que finalmente todo encaja: mensajes de verdadero amor, de verdadera alegría, de verdadera bondad, de verdadero consuelo, que nos proporciona Dios a través de nuestros hermanos. Descubriremos entonces que EL esta vivo y nos habla todos los días.
En ese momento, habremos logrado encontrar nuestro real tesoro interior.