JOSÉ.

 

José se subió al metro. Como todos los días volvía del trabajo. Trabajaba en construcción en uno de estos nuevos proyectos urbanísticos que florecía en la ciudad. Trabajo duro y extenuante pero que le permitía hacer vivir, más a menos, a su hijo y su mujer.

 

A esta hora, el sistema estaba ya repleto, pero en la medida que seguía hacia el sur se llenaba aún más hasta atiborrarse de gente.

 

Se voltio hacia la derecha para acomodarse mejor entre otros pasajeros, que como él empezaban a sentirse apretados por todas partes.

 

Y es en este momento que la vio por primera vez. No sabe porque le llamo la atención. De pronto porque le recordaba a alguien. Estas formas, esta cara, esta manera de sonreírle. Si definitivamente le recordaba a alguien. Pero ¿a quién?

 

Se sintió incómodo. ¿Qué quería esta mujer? Le seguía sonriendo y mirando con una cara medio alegre, medio de reproche. Trato de bajar la mirada, de voltearse nuevamente, de interesarse en los carteles de información pegados en las paredes. Pero ya el flujo de personas era tal que lo que consiguió es hacerse regañar por sus vecinos. Y esta mujer bajita le seguía ofreciendo su sonrisa.

 

Lo único posible para escaparse de este ser que él vivía ahora como inquisitivo era cerrar los ojos y concentrarse sobre los mensajes siempre repetitivos del altavoz: cuidado al cierre de puertas, dejemos nuestro puesto a las mujeres embarazadas y a los ancianos, etc…Él se los conocía de memoria.

 

Seguía con los ojos cerrados cuando, casi al llegar a la siguiente estación, extrañamente el mensaje cambió. José, sorprendido, escucho claramente al altavoz susurrarle: “Es tu madre. Es tu madre. Es tu madre. Es tu madre.” No pudo resistir más y abrió sus ojos para volver a ver aquella mujer. Pero había desaparecido. ¡Seguro que se había bajado en la estación anterior!

 

No sabe porque volvió a cerrar los ojos tomando el riesgo de que alguien le robara el bolso con la paga de la quincena. Quería oír nuevamente esta voz suave y a la vez imperativa. Quería saber si, siquiera por un instante, se había dormido y había soñado.

 

Siguiente estación. “Jesús se encuentra con su madre” murmuro el altavoz. Esta vez, José estuvo seguro. No se había dormido. Había escuchado perfectamente. Nuevamente abrió los ojos para ver el efecto que había producido semejante mensaje en los otros pasajeros, pero todo seguía normal: la gente apretados como en lata de sardina, las respiraciones sofocantes, las conversaciones a 10 centímetros…

 

Siguiente estación: “Jesus cae por segunda vez” enunciaba el aparato. Ese mensaje era para él. Él solito. José se quedó perplejo: oír voces es digno de locos, de los que le faltan una teja.

 

Espero con ansiedad la siguiente estación: “Verónica limpia el rostro de Jesús”. No! No estaba loco!

 

Y allí súbitamente, volvió a ver la mujer bajita que le sonrió otra vez. No. No era posible. Cerró los puños y quiso acercarse a ella para poderla aruñar, empujarla o al menos decirle que lo dejara en paz.

 

Porque si, en el fondo de su alma, ya supo José de que se trataba todo esto. No había visto su mamá en años, alejados de por vida por su drogadicción. Poco se acordaba de aquel día en que la golpeo. Por eso, lo hecho de la casa en el momento que más la necesitaba. Su padre no hizo nada tampoco para retenerlo. Durante días estuvo vagando en las calles.

 

A Dios gracias, encontró la que iba a ser su compañera, la que le ayudo a salir adelante porque ella ya estaba sobria desde hacía 2 años. Juntos tuvieron un hijo. Pero nunca pudo perdonar. Nunca había vuelto a aquel barrio donde había crecido. Ni siquiera en Navidad. Ni siquiera por el niño. Ni siquiera cuando su esposa le invitaba a dar un paso. No vivían lejos. Solo en otro barrio.

 

Siguiente estación. Otra vez esta voz. Molesta. Impertinente. Triste y a la vez alegre. Agría y a la vez dulce.  “María recibe el cuerpo de Jesus”.

 

Y de todas maneras, ya no creía en Cristo. Ya no. ¿Por qué, si existía, lo había dejado caer en las drogas? ¿Por qué le había hecho conocer estos momentos tan difíciles de la abstinencia cuando quiso, gracias a María, su parcera, salir adelante? ¿Por qué le negaba hoy el derecho a la paz y al olvido? No. Dios no existía. Ya no existía para él.

Pero, a pesar de todo, era Él que lo estaba llamando por el altavoz.

 

José, movido por un impulso incontrolable, salió del tren en la estación siguiente. No era la de su hogar. Era….  Volvió a ver los mismos árboles al lado del camino y los del parque que le sonreían en la oscuridad.  Volvió a ver las mismas construcciones de su infancia. Volvió a distinguir la misma iglesita donde había hecho su primera comunión. Volvía a casa. Nada había cambiado. Era nuevamente, José el travieso que algún día había encerrado al padre en la sacristía.

Temeroso, toco a la puerta. No tuvo tiempo de reaccionar. Su mamá ya estaba en sus brazos cubriéndolo de miles de besos, los besos represados en su corazón de madre durante tantos años.

 

Es lo que José le explico a María cuando, extrañada y preocupada, le había llamado por celular. Es lo que explico a su hijo cuando le dijo que ya podía ir a ver su abuela. Que mejor dicho él los iba a llevar el próximo domingo después de misa. Que Dios había sido muy grande con él que le había permitido encontrarla a ella, que le había permitido salir del vicio, que le había nuevamente abierta las puertas del perdón….Mejor dicho, José no paraba de hablar, lleno de alegría y de paz.

 

Hasta le digo José a María que, desde la mañana siguiente, él mismo iba a ser la Voz de Cristo e ir debajo de los puentes y en las calles para hablar con Juan, su amigo de la niñez y con todos los otros drogadictos, que sabía dónde encontrarlos.

  

-          Muchas dificultades, muchas barreras, pero con un corazón grande y la ayuda

 

Del que todo lo puede, se realiza maravillas, decía él en los años ulteriores.

 

Esta historia me la conto María, riéndose, y demostrándome que hasta en el metro se puede oír la voz del Señor.