David o el miedo a las alturas.

David estaba sentado en una piedra y estaba admirando el espectáculo grandioso de las montañas que tenía delante de él.

 

Hacía 20 años que volvía al mismo pueblito montañoso, al mismo albergue, a las mismas caminatas, a los mismos senderos, a los mismos paisajes pero era la primera vez que estaba asombrado por tanta belleza: a lo lejos, los picos de montañas desafiando las pocas nubes blancas vagando en un cielo azul, las frescas praderas bañadas de sol y sombra, el riachuelo corcoveando entre piedras; más cerca, los arbustos y flores retando las alturas y el equilibrio, los pájaros saludando al pasar, hasta las abejas, molestas en otros momentos, le parecía zumbando con gracia alrededor.

 

Hacía 20 años, David, biólogo recién graduado, para festejar su primer empleo obtenido en una firma de investigación, había descubierto este rincón de naturaleza virgen que, desde este entonces, lo había convocado anualmente. No es que él no podía ir en otras partes más atractivas de playa, de mar, lleno de turistas, de bulla y de entretenimiento, sino que literalmente, y no sabía porque, este lugar lo llamaba.

 

Oh, no lo llamaba por teléfono o con gritos, no. Solo que cuando estaban llegando las vacaciones, a veces mucho antes, desde abril o desde septiembre según el periodo del año, David sentía en su ser unas cosquillas, un afán lento que progresivamente se volvía deseo irresistible.

 

Con el tiempo se había dado cuenta que casi siempre coincidía con algún descubrimiento importante en sus labores de exploración científica. En efecto, él había sido la llave maestra para poder entender el comportamiento de las células frente al entorno, lo que le había valido estar citado y alabado en los círculos intelectuales en los cuales se pensaba que la ciencia definitivamente, algún día, podría explicarlo todo. Con sus estudios y pruebas, David era, sin lugar a duda, uno de los más importantes miembros de estos clubes de pensadores.

 

Muchas veces había tenido que rehusarse a participar de los debates acalorados que allí se realizaban porque SU nido de águila lo estaba reclamando.

 

David se puso de pie y ensayo algo que había rato no hacía. La primera vez que había venido, el guía, con el cual había conocido varias rutas de paseo, le había enseñado un sitio donde se podía oír el eco, este fenómeno acústico con el cual la montaña le devuelve distorsionado sus propias palabras.

-          OOOOEEEEE, ensayo David.

Y las escarpadas paredes le contestaron:

-          OOOOOOOOOEEEEEEEEE

-          OOOOEEEEE, rugió David, otra vez

 

Pero esta vez le contestaron: “Deja de escandalizarme”.  Era una voz ronca, imponente como regañando. Eso no era el eco.

 

Sorprendido, David se acercó al precipicio para ver quien estaba allí. Pero no vio a nadie. Se dirigió hacia donde pensaba venía la queja pero rápidamente no supo a donde ir. Dudo unos segundos y volvió a clamar:

-          ¿Quién está allí?

Y el eco le preguntó:

-          ¿Quién está allí?

 

Siguió un silencio profundo y liso idéntico al abismo delante el cual David estaba.

Efectuó instintivamente dos pasos atrás y sin más preguntas siguió su itinerario hasta el próximo refugio que esperaba alcanzar antes de la noche.

 

Ese miedo al caer, ese pavor al vacío, David lo tenía desde niño, cuando subiendo en el campanario del templo, se había deslizado, rodándose unos 5 metros, antes de que su camisa se enredara en unas gárgolas. Mientras llegaba los bomberos, había tenido más que suficientemente tiempo para ver el mundo al revés amarrado por una simple tela entre la vida y la muerte. Durante noches enteras se había recordado el hecho hasta que el recuerdo se quedará dormido, apaciguado, en su memoria: al fin y al cabo no le había pasado nada.

 

Atravesó de un paso rápido un puente de madera construido encima de una cascada gigante de la cual recibió en la cara el roció y llego a la hora justa para la cena.

 

La noche de David no fue placentera. Entre los mosquitos, el colchón duro habitual de los lugares públicos de pernoctación, los ruidos de los animales nocturnos y su recuerdo de la infancia despertado por el eco, tuvo muchos problemas para conseguir un sueños pesado, lleno de acontecimientos raros de los cuales se destacaban los campanarios, las iglesias, los santos, los diablos y todas las figuras de la religiosidad popular en las cuales, hacía décadas, David había dejado de creer.

 

Para poder cerrar el ojo, David recurrió a su mejor actitud de científico: mirar la realidad de frente, tal cual está, sin tapujos, la verdad razonable. Se levantó, recorrió el pasillo externo, tomo aire, bebió agua y se volvió a acostar sin miedo y con los ánimos calmados.

 

No creía en nada. ¿Y qué le importaba a la gente? Desde aquel evento del techo de la parroquia del cual hasta su madre, por lo tanto muy religiosa, le había hecho la culpa al Padre, no había vuelto a ninguna ceremonia. Se había vuelto ateo y su profesión le había demostrado que todo eso de las religiones no eran sino cuentos para apaciguar el pueblo. Él sabía, él, mejor dicho, estaba convencido que, algún día, la ciencia lo iba a explicar todo…empezando por la pesadilla de esta noche.

 

David se levantó la mente en blanco, el cuerpo adolorido y el alma al rojo vivo. Se apresuró en salir al fin de recorrer los 15 kilómetros de bajada hacía el valle. La mañana estaba gris y mezclándose con su malhumor realizaba un coctel explosivo en su corazón.

 

Llegando a la cascada, piso una piedrita que lo hizo resbalar sobre los tablones mojados. Y se quedó suspendido a una correa de su morral, agarrado de un árbol raquítico entre cielo y suelo.

 

Con el agua cayendo a escasos metros, toneladas de agua, David se quedó con un sol radiante en la cara, los hombros y las piernas cocinándole los sesos y los huesos sin poder tomar una sola gota.

 

Súbitamente, se acordó del techado, de los bomberos, de su accidente de infancia y le pidió a Dios, ese Dios en que él no creía que le mandará alguien a rescatarlo. Se acordó haberlo ya hecho en ese entonces y haberlo olvidado dividido entre la vergüenza, la duda y el temor de estar corregido.

 

Se acordó también del eco y se puso a bramar desesperadamente:

-          “Ayuda, ayuda, socorro, auxilio”, aullidos tragados por el torrente.

 

Pero, inmediatamente la misma voz del día anterior, ronca, imponente pero ahora complaciente, le contestó, ampliada en el cañón por miles de clamores, resonando en cientos de muros abruptos:

-          No temaaaaaaaaaaaaaas.

Y enseguida:

-          ¿Si estoy contigooooooo, quien podrá estar contra tiiiiiiiiii?

 

Cuenta David que una fuerza increíble lo mantuvo durante por lo menos 5 horas balaceándose como un higo en una higuera hasta que diera frutos.

 

Él revela que sus frutos fueron la humildad, fueron dejar la soberbia de saberlo todo, de razonarlo todo, de explicarlo todo, cuando él, intuitivamente, sabía desde 20 años de trabajo investigativo que siempre que se esclarecía un misterio de la naturaleza, seguía otro y otro y otro que hacia iluso el objetivo trazado por los eruditos sabios de dar con la esencia misma de la creación.

 

David llego renovado a su destino. No el que hubiera escogido el día anterior. No. Por todo estudioso que era, se fue directamente al templo para dar las gracias. Llego a misa de 6pm y la eucaristía le pareció resumir el día que acababa de vivir: una voz, un nuevo corazón, un espíritu renovado, la naturaleza entera en su extraordinaria hermosura y un Dios que salva hasta el más incrédulo.

 

Las gracias, David no deja de comunicarlas cada vez que habla del tema en sus conferencias y en su trabajo.

 

Parece que sus colegas lo postularon por un premio internacional de ciencia y fe.

 

-       Todo ese tiempo, dice hoy David, estaba buscando a Dios entre mis pruebas y mis probetas, sin encontrarlo hasta que me llamo. Pienso que siempre estaba allí en mi búsqueda.

-  Aquel día me dejó encontrarlo. No tenía que mirar a los alrededores su esplendorosa majestad, agrega abriendo los brazos como para abrazar el mundo.