EZEQ.

Ezeq atravesó el patio de recreación. Se acercó a la campana que le servía al coordinador para avisar el fin del recreo. En un gesto rápido, le quito el badajo. El no conocía esta palabra pero cuando el director lo descubrió en sus bolsillos, él le supo decir que era “el cosito que suena”.

 

Esta bobadita de jóvenes no le pareció muy grave al rector y dejo que Ezeq saliera de su despacho. De todas maneras ¿qué haría podido hacer más por este alumno rebelde? Pero Ezeq, diminutivo de Ezequiel, su nombre verdadero, si sabía porque qué había hecho la bromita. Le había servido para concretar algunos negocios con los estudiantes de 10 y 11, que salían generalmente un poco más tarde a descanso. Pues, el patio se había vuelto pequeño en la medida que había crecido el plantel.

Había podido tomar los pedidos para 3 ventas importantes de bazuco y 1 de cocaína antes que el coordinador se diera cuenta por la campana.

 

Ezeq con sus 13 años era el fuerte del lugar. Su negocio próspero y su guardia personal, constituida por muchachos aun mayores que él, lo hacía respetar inclusive más allá del colegio.

 

En el barrio donde la competencia era a muerte, las cosas no eran tan fáciles como con sus compañeros de estudio. Allá las cosas iban en serio y para protegerse de cualquier eventualidad, Ezeq al salir de clase recuperaba su arma donde su amigo Bara que vivía al frente.

 

Una niña se acercó y le pidió que le consiguiera algunas píldoras para su hermano mayor. Era bonita y se parecía a su prima Judith. Podría tener 10 años.

 

Ezeq, no siempre había sido así.  A los 7 años, era el orgullo de sus padres: buen muchacho, buen estudiante, buen compañero. Claro que ya en esta época, él tenía un secreto…secreto que finalmente lo había llevado a lo que era hoy: Un duro, o así se consideraba.

 

El secreto de Ezeq que le había cambiado la vida  fue el día en que, a sus 9 años, un alumno de 10mo le había reventado el labio porque él le había cortado el paso bajando las escaleras. Ese día fue la risa de todos. Desde aquel momento se había prometido vengarse volviéndose fuerte y temido como este muchacho o como su papá que no se dejaba pisotear por nadie. Sobre todo por su abuelo, con quien, alguna vez, lo había visto pelear a puños, ni por su mamá a la que cascaba a menudo.

 

Al principio, le daba miedo enfrentarlo mientras gritaba y levantaba los puños hacia a su madre. Se escondía debajo de la mesa. Pero desde que había conseguido esa arma donde los muchachos del barrio su papá lo respetaba. Había dejado claro a su progenitor que no volviera a pegar, jamás, a su esposa, ni a sus hijos, ni a nadie.

 

Muchas veces, habían citado a sus padres a la escuela para hablar sobre los cambios que en ese entonces había ocurrido en su comportamiento. Su madre, que siempre acudía sola, nunca había sido capaz de revelar su secreto. Afortunadamente, ahora, Ezeq era temido y adorado por todos.

 

Claro que también ser así tenía sus inconvenientes. Los “muchachos” lo presionaban cada día por más ventas. Iniciar había sido fácil. Solo había que surtir los consumidores ya existentes. Pero al fin de año, algunos de los clientes se graduaban y había que conseguir más.

 

Últimamente, Sebastián, uno de los jefes, le había ordenado motivar pelados y peladas menores que él. Motivar quería decir dejarles probar gratuitamente. Pues, una vez iniciados, se volvían clientes fieles.

 

Él siempre se había rehusado a hacerlo, porque pensaba en sus hermanos más pequeños y le daba lastima. Y además, sabía bien como terminaba todo esto. Sobre todo el día que había encontrado tirado, debajo de un puente en el centro, a un vecino que se había perdido desde hacía meses. Es por eso que, hasta hoy, no había consumido jamás.

 

Los “muchachos” ya le habían insistido tanto que temía por su vida…y por su negocio que, mal que bien, le dejaba desde temprana edad algo de dinero, a tal punto que, para el día de la madre, de este año había podido regalar una lavadora electrónica nuevecita. ¡No! No era el momento de flaquear.

 

Espero el fin del bloque de dos horas de matemática que le pareció eterno y se precipito en el patio de recreo de los pequeños. Los de primarias, los de escasos 7, 8, 9 o 10 años.

 

La primera que busco era la niña que horas antes le había acercado para conseguir algunas cosas para su hermano mayor. Seguro que no era para él sino que ella, curiosa, quería probar.

 

La encontró, junto con un grupo de amigas, jugando baloncesto. Le hizo una señal y ella dejo el juego para prestarle atención. Lo bueno es que ya todos en el colegio sabían a que venía. Todos sabían menos los profes que pensaban que vendía inocentes chocolatinas.

 

Al momento de pasarle la bolsita de sustancias, Ezeq oyó una voz fuerte detrás de él y escucho claramente: “Deja venir a mí a los niños, los preferidos de mi Padre”. Se volteó asustado, pensando que podía ser el coordinador. Pero no había nadie. Solo escucho la voz algo ronca del director que, por el sistema audio, empezaba una de sus letanías sobre buen comportamiento, buena educación, uniforme reglamentario, etc… a la que hacía siglos no le prestaba atención.

 

Volvió a coger la niña de la mano. La voz fuerte se puso furiosa:   “Deja venir a mí a los niños, los preferidos de mi Padre”. Esta vez, no había equivocación. Alguien le hablaba. Pero nadie se daba por enterado. Pues todos seguían en sus respectivas actividades: futbol, charla, juego.

Ya la niña se había ido a seguir jugando. Se acercó entonces a otro, John, de 8 años, el hermano de un vecino y le hizo la misma propuesta: “Prueba, es gratis”.

 

En ese momento, Ezeq sintió como si un trueno lo estremeciera hasta el fondo de su corazón, de su estómago, en sus entrañas, como cuando un transformador de energía le había explotado encima, un día, dejándolo medio sordo.  “Deja venir a mí a los niños, los preferidos de mi Padre”.

 

Esta vez ya tenía miedo. Podía ser el duro, el invencible. No era el director que seguía imperturbable hablando por el micrófono. No era un profesor, pues no había ninguno a la vista. Y no conocía a nadie con esta voz.

 

Ezeq, que ahora se hace llamar Ezequiel, su nombre de pila, tardo varios días en entender. Me dijo que se había quedado aturdido, como sonso hasta semanas después.

 

Empezó a entender el día que su mamá, viéndolo aún más nervioso que de costumbre y pensando que ya los muchachos habían empezado a amenazarlo de verdad, le leyó el pasaje de la Biblia donde Jesús, en contra de sus discípulos, acoge a los niños. Surgió en él un deseo irresistible de leer este libro que, aunque estuvo siempre a la vista en la casa, nunca se le había pasado por la mente que era para él. Tuvo mucha dificultad en hacerlo. Pues, por sus andanzas del pasado, había dejado de interesarse en la lectura había mucho tiempo.

 

Lo consiguió más fácilmente gracias a un joven ayudante de la parroquia que le explico lo que para él todavía no tenía sentido.

 

Ezeq tuvo que salir del barrio. Cambiar de colegio. Re empezar casi de 0 sus estudios.

 

 

Logro ser bachiller con mucho esfuerzo a los 22 años. Quiere entrar al seminario y transmitir como sacerdote las enseñanzas que le cambiaron la vida. “Soy la Voz del Señor” dice él cada vez que asiste a la pastoral juvenil del barrio más retirado de la ciudad, donde abunda el vicio y los muchachos de banda. “Pero ahora son bandas de música, de deporte o de arte” explica, orgulloso de lo que Cristo realiza a través de él.