ELIZABETH.

Era finalizando abril. Y los niños de la escuela tenían una nueva maestra. Pues Doña Berenice que generalmente estaba a cargo tenía que ausentarse un largo tiempo por su embarazo.

 

La nueva profe era muy joven y simpática. Delgada y el pelo suelto, parecía de 15 años. En realidad tenía algo más y, después de sus estudios, se preparaba a estrenar su primer puesto. Se llamaba Señorita Carolina.

 

“¿Qué mejor para conocer mis alumnos que de hacerles realizar un dibujo sobre sus madres?” pensó ella preparando clase. “Así podrán llevarlo a casa para sus mamas”

 

Al otro día, bien temprano, entro en el salón, decorado de una rana gigante en la puerta, varios perritos en los muros y una cartelera donde, en muchos corazones de colores, estaban pegados las fotos de sus párvulos con sus fechas de cumpleaños. Carolina se puso a detallar los rostros infantiles de sus primeros estudiantes. Algunos sonreían, otros estaban muy serios. Seguramente eran fotos tomadas en el colegio, pues todas tenían el mismo fondo: un tablero negro donde habían escrito una frase que apenas se adivinaba.

 

A carolina le llamo mucho la atención la foto de Elizabeth. Elizabeth era gordita y tenía la cara triste.

 

Pero ya la campana había sonado y el ruido en las escaleras indicaba que los escolares se dirigían a sus aulas.

 

Una vez instalados y después de haberse presentado, Carolina saco las hojas y los colores que había preparado y pidió a sus chicos de realizar un dibujo de sus mamas.

 

Sin esperar, los niños se abalanzaron sobre las crayolas y otros marcadores y empezaron la tarea. Elizabeth en el fondo, no se movió. Después de largos momentos, se sonrió y calmadamente se puso a dibujar.

 

Cuando la mayoría hubo terminado, Carolina pidió que cada uno muestre su trabajo y lo explicará a los demás.

 

Empezó José diciendo que había pintado una rosa porque su mama se llamaba Rosa. Fredy siguió levantando su ilustración: era un sol resplandeciente. Pues su mama se llamaba Sol. Mónica había diseñado una mujer elegante. Su mama se llamaba Lady. Como la princesa que había muerto, preciso ella.

 

Mientras tanto Elizabeth, en el último puesto, seguía aferrada a no dejar a nadie ver lo que estaba haciendo.

 

Cuando todos tuvieron presentado sus obras más bonitas las unas que las otras – pues todos los niños les encantan producir para sus madres – Carolina se acercó a Elizabeth que acababa de finalizar.

 

“Lo quieres enseñar a tus compañeros”, pregunta la profe.

 

Elizabeth, entre lágrimas, asintió. Todos sus amigos se habían silenciado extrañados por la actitud de su camarada.  Lentamente se levantó y presento a la clase la más extraordinaria imagen: una señora llena de luz, brillante, dulce y tierna, resplandeciente y por lo tanto humilde y sencilla.

 

Mi mama era así. Mi mama tiene que estar con la Virgen María. La vi a noche en mi sueño. Creo que tiene que ser como ella, añadió Elizabeth, sonriendo por primera vez desde largos meses.

 

Desde ese día, arriba de la puerta de entrada al salón de preescolar, esta esa lamina, realizada por Elizabeth en honor a su mama y de un sueño que la había reconciliado con la vida.