¿Ya no hay nada que hacer?

En nuestras ciudades, muchas personas tienen la costumbre de quejarse. Se quejan a propósito del costo de la vida, de los impuestos, de los políticos de turno, de los ladrones y corruptos, del tiempo seco o lluvioso, de los resultados de su equipo de deporte favorito, de la Iglesia y de los curas….

 

No se sabe a qué se debe esta práctica tan arraigada. De pronto, llamar la atención o hacer compadecer o ganar puntos a la hora de negociar. O todo eso a la vez.

 

Lamentarse, suspirar sobre cosas reales y verificables que uno vive como las obras públicas no terminadas, el atiborrado de los medios de transporte, los malos resultados en fútbol, la subida de precio de tal o cual artículo, los trabajos en (casi) todas las vías de nuestra ciudad, es sano. Sirve de medio de escape frente al estrés, a las dificultades de la vida, a las molestias ocasionadas que uno siempre percibe como lastimándonos de alguna forma, quitándonos algo que sentíamos nuestro: tiempo, descanso, orgullo, capacidad financiera…

 

Pero llorar y quedarnos sobre hechos, situaciones o eventos negativos que solamente conocemos por terceras personas como noticieros e Internet, que dan la información a su amaño, inverificables como la mayor parte de las historias de robo, asesinato, droga, atracos, solamente sirve para prender el swiche del miedo y de la angustia, favoreciendo comportamientos de desconfianza, pavor a la diferencia y encierro en sí  mismo.

 

Lo sorprendente es que, si nos referimos a nuestro diario vivir, sabemos que la vida es distinta: hoy, como todos los días, el sol se levantó, nos sonrieron nuestros hijos y nos regalaron besos fuertes en la mejilla cuando los despedimos en la puerta del colegio, nos cogimos de la mano, mi amada y yo, cuando salimos a caminar, tenemos “nuestro pan de cada día” y mucho más sobre nuestras mesas, vivimos en palacio o por lo menos en casas confortables, tenemos miles de objetos que nos facilitan la vida, poseemos como todos nuestros problemas de salud, pero son mil veces más benignos que los que realmente se tendrían que quejar porque padecen de enfermedades terminales y que generalmente las asumen con aceptación, coraje y ganas de vivir.

 

Pero seguimos suspirando sobre nosotros mismos, viendo como el mundo va de mal en peor, como todo se va desbaratando y como ya no hay nada que hacer.

 

Y es precisamente lo que nos dan a entender todas estas malas noticias anónimas: ya no hay nada que hacer.

 

El mundo, la situación actual, el desespero son tales que ya no vale la pena intentar realizar algo para que esto cambie, para que haya más justicia, menos hambrientos, más amor y menos odio. El pánico congela nuestro actuar. E inclusive nos hace aceptar poco a poco cosas que, si no estuviéramos condicionados, nos parecieran lamentables, pero que ahora nos parecen “naturales”: que se separen tantas parejas, que nuestros hijos sean adictos electrónicos, que hayan tantos abortos, que hayan masacres, descuartizaciones, violaciones en serie, horrendos asesinatos llenos de detalles sórdidos.

 

Cuando Jesús nos repite a lo largo y ancho de sus andanzas terrenales “¡No tengáis miedo!”, es que sabe lo sumamente perjudicial que es el temor irracional, absurdo, disparatado para nuestra salud mental y nuestro actuar como sencillos seres humanos. Nos impide llevar una vida llena de amor, de alegría de vivir, de cariño, de atención bondadosa a los que nos rodean.

 

Lamentarse es abdicar frente a nuestro ser, nuestros talentos, nuestra fuerza de voluntad, nuestras capacidades de enfrentar y transformar nuestra existencia. Lamentarse es bajar los brazos y dejar que otros decidan por nosotros mismos. No tiene nada que ver con los dichos tradicionales “retroceder ni por el chi…”, “siempre pa´lante” o los rasgos de nuestra raza pujante de tumbadores de cordilleras.

 

¿Habríamos cambiado tanto que ni siquiera la fe, que por lo tanto mueve montañas, puede algo sobre nuestra resignación, nuestra falta de empuje y nuestra quejadera?

 

 

¡Ojala que frente a los miles de desafíos de nuestras vidas, recordemos el seguimiento de Cristo vivido desde el amor, la amistad, la naturaleza, la belleza, el gozo de vivir que nos incitan a emprender el camino hacia la felicidad!