MATEO.

Mateo se retorcía de dolor en la camilla de urgencias de la clínica donde lo había llevado la ambulancia unas horas antes. Pero aunque su dolor era insoportable le reconfortaba una presencia discreta a su lado: su mamá que había llegado rápido, después de haber sido avisada por la enfermera que lo había recibido.

 

¡La pobre! No había tenido el tiempo de terminar de arreglarse antes de salir. Y mientras esperaba al pie de su lecho, terminaba de maquillarse con algunas cosas que, siempre, las mujeres mantienen en el bolso.

 

La llamada la había cogido cuando iba al entrar en la ducha a las 6 am. Mateo ya se había ido desde hacía 2 horas. Él empezaba turno a las 5 am en la fábrica de alimentos donde realizaba sus prácticas de ingeniería. Ella aprovechaba dulcemente la hora que le quedaba para dormir antes de levantarse de prisa, para alistar los gemelos que recogía el bus escolar a las 7:30 am. Y generalmente, llegaba al colegio donde enseñaba a las 8:30 am, justo para empezar clase.

 

Hoy había tenido que llamar al director del plantel a contarle que su hijo mayor se había accidentado y le pedía que la remplace, al menos por ese día. Seguramente, la noticia ya había hecho la vuelta de la escuela porque ya había recibido 3 llamadas preguntando como iba su muchacho. A ciencia cierta o porque un médico le hubiera contado algo, no lo sabía pero su instinto de madre le decía que nada andaba bien: Mateo no podía mover brazos ni piernas, gritaba del dolor y cuando, ya controlado por los medicamentos se había quedado medio zombi, emanaba de su cuerpo un tenue ruido de tormento. Eso por lo menos le indicaba que estaba vivo. Era lo más importante. El resto se podía sortear. Todo el resto se podría sortear. Hasta lo peor. Mi Dios le daría las fuerzas. Mi Dios siempre deseaba lo mejor para ella.

 

No conocía cómo había pasado el choque. Pero sabía que ella siempre le recomendaba cuidarse. Pues, su padre, años antes, se había muerto en un accidente de tránsito. La historia se repetía. Mateo en este entonces tenía 9 años y los gemelos 2. Las cosas desde este entonces nunca habían sido las mismas: había tenido que volver a trabajar, liquidar el negocio familiar, pagar las deudas. Afortunadamente, le había quedado la casa.

 

Jesús le había mandado la manera de poder sortear esta dura prueba. Él era el amigo fiel.  Siempre se había sentido acompañada. Y cuando, por épocas, el desánimo se apoderaba de ella, volvía a leer y a meditar el texto “huellas en la arena” donde Jesús la tomaba en sus brazos.  Cuando sucedía, volvía a sentir ese calor y esa alegría como cuando su padre, a sus 3-4 años, la cargaba de la misma manera.

 

Aun le hacían mucha falta los brazos fuertes y cariñosos de su esposo, su ternura y su optimismo. Pero nunca, en sus 12 años de viudez, se había despertado el deseo de volverse a casar. Y por lo tanto decía la gente que era bonita, atractiva y todavía joven.

 

Mateo siguió sin moverse mientras lo llevaban a la sala de rayos X para adelantar el pronóstico, hasta ahora reservado, sobre una posible recuperación.

Y el veredicto cayó. Su hijo iba a quedar parapléjico. Nunca iba a volver a caminar, ni siquiera a moverse. El choque había provocado un daño irreparable en su columna vertebral.

 

Ese día y todos los otros días fueron de tristeza profunda, de angustia sin fondo, de vertiginoso desamparo, de lucha inmóvil e infructuosa. Dios no podía haberle mandado otra prueba tan dura. ¿Realmente existía? ¿Realmente era Amor? Y si era todo Amor, ¿porque le mandaba nuevamente este calvario?

 

Mateo estaba aún peor que ella. Maldecía el cielo y la tierra. Renegaba despierto. Gritaba, ya no de sufrimiento, sino de rabia.

 

Siguió en la familia una fase de indolencia, de indiferencia, como de sonambulismo. Se hacían las cosas necesarias para que el mundo no se cayera. Pero ya la felicidad y las sonrisas habían desaparecido. Hasta la casa que anteriormente estaba iluminada con luz propia, se había vuelto oscura y apagada. Allá, sabían los vecinos, vivían un joven paralitico con su mamá y sus 2 hermanos. Pero nadie se atrevía y quería acercarse a este drama, a esta  tragedia.

 

Lo único que, de vez en cuanto, oían los habitantes de la cuadra era el equipo de sonido a todo volumen que colocaba la madre cuando ella y su hijo estaban demasiado desesperados: música metálica, hard, tan fuerte que estaban preocupados que la casa se pudiera caer. Esto era seguro lo que Mateo y su mamá habrían querido: así se les habría terminado el martirio.

 

Entonces paso algo increíble.

En medio de los gritos de la música de aquel día, se oyó una voz leve, casi un soplo, y por lo tanto perceptible:

 - “¡Levántate y camina!”.

 

A partir de este momento, milagrosamente se esclareció el ambiente. Se apagó esta música desesperante y desesperada. Mateo y su mama habían cambiado de emisora: ahora se escuchaba desde aquella casa un concierto suave y ligero.

 

Mateo no volvió a caminar inmediatamente pero, como le había dejado entender algunos médicos, con tremendos ejercicios y férrea voluntad pudo volver a andar y hoy se mueve con muletas.

 

Es ahora ingeniero de alimentos como siempre lo había querido. Dice que también es ingeniero de almas, porque sabe que tan onda puedo ir la desesperanza.

 

-      -  Allí donde hay aflicción mórbida tengo que estar, en recuerdo de aquella música celeste y del mensaje divino recibido por ondas cortas, me dijo alguna vez.

 

Su madre se volvió a casar y también anda por allí, entusiasta y jovial, hablando de Dios, haciendo conocer su mensaje y confirmando que nunca se debe desanimar. Dice que “cuando Dios cierra una puerta,  abre también una ventana….aun sea para que se escuche su dulce melodía escondida en ruidos de agonía.