Lourdes.

Lourdes busco las góndolas de alimentos para mascotas, escogió 10 latas de carne procesada y las agrego al carrito de compras lleno hasta los topes. Allí había de todo: cereales, legumbres, lociones para el cuerpo y jabones para la ropa, pan y galletas, jambones, queso, yogures, licores, vinos, papel higiénico, alimentos refrigerados, carnes y pescado….

 

Literalmente, pareciera que Lourdes hubiera desvalijado el supermercado. Llegado a la caja, compro adicionalmente 3 revistas, 5 cajas de chicles, 2 chocolatinas y 1 encendedor. A Lourdes la cuenta no le importaba. Le importaba los puntos y los descuentos.

 

Se acercó a la caja, al cajero que a ella le fascinaba, y espero calmadamente su turno mientras observaba con cuidado la destreza con la cual el muchacho de 25 años registraba las mercancías. Más artículos tendrían en su caddie, más tiempo pasaría con el empleado. Ya le sabía los horarios de turnos de memoria y siempre lunes, miércoles y viernes, se organizaba a lo coqueto para llamarle la atención.

Podía tener 30 años menos que ella, ella lo encontraba altamente simpático, atractivo y jovial. Pues siempre le sonreía de su dentadura perfectamente blanca, a la vez que pasaba los productos al chequear sus códigos de barras. Este día también, el cajero, le regalo su más linda sonrisa mientras le sacaba la cuenta. ¡Qué buenmozo era!

 

Lourdes había enviudado hacía 3 años y vivía sola en una casa grande en la avenida cercana al establecimiento de comercio. Sola. No exactamente. Tenía como compañía a 5 perros, de lo más grande a lo más chiquito. Todos de raza pura, obviamente. 3 del tiempo de su esposo y 2 que le habían regalado los hijos para tenerla más ocupada aún: mientras se entretenía con los animales no pensaba en su soledad. Pues ellos, todos profesionales muy llenos de trabajo y viviendo lejos no la visitaban sino una vez al mes, a turnos.

 

Después de cuidar los cuadrúpedos como bebes mimados, Lourdes se inventaba salidas como la de compras 3 días a la semana o la del peluquero los martes y sábado o la del médico los lunes por la tarde o la de la adivina, todos los domingos por las noches. Esa la hacía sentir tan bien, comunicándose con su marido difunto, que la visitaba frecuentemente.  

 

Lourdes tomo un taxi de vuelta a casa que la dejo con todos sus paquetes justo a la entrada, prendió el televisor con mucho volumen para que le haga bulla y preparo la comida de sus peludos y también su almuerzo: un poco de arroz, 1 huevo y algo de vino. Eso le bastaba. Ampliamente. Hace 3 años había perdido el apetito. ¡Antes ella realizaba platos suculentos y manjares pero ya no tenía gana!

 

Afortunadamente había el vino que la hacía dormir y la tele que le daba una ilusión de múltiples compañías.

Lourdes no había podido,  desde 3 años, olvidar a su compañero desaparecido demasiado joven – 53 años – de un infracto fulminante. Se acordaba los momentos vividos juntos sacando la empresa familiar adelante, yendo de viaje alrededor del mundo, decorando con amor el nido de dulzura – esta casa – que había visto nacer a sus 4 hijos, saliendo a comer y a cine cada vez que se les antojaba – es decir cada semana -.

 

Eduardo, su esposo muerto, tenía un solo defecto, si uno podía llamar eso un defecto. A pesar de sus 140 kilos de peso, era muy glotón. Pero no hambriento de menús banales. No, especialista de los banquetes los más suntuosos, pantagruélicos. Lourdes seguía sus deseos. Había inclusive sacado un diploma de chef para poder consentir su bulimia.  

De eso había muerto. Después de una comida bien abundante y llena de licor, se había derrumbado. De eso nunca, Lourdes se lo había perdonado, ella que sabía que con su obesidad, su diabetes y su falta de ejercicio, llenarlo de platos harinoso y grasoso, no podía sino engordarlo y enfermarlo más. Pero Eduardo no le hacía caso a los médicos que le quería, decía él, quitarle lo poco de felicidad que le quedaba: después de Lourdes, la comilona.

 

Pobre Ed, que no más que una semana antes hacía planes maravillosos de expansión, siguiendo unas metas de llenar de sus productos el mercado nacional, pensó Lourdes

 

Tres meses después, a ponerle por fin orden en sus papeles, ella había encontrado estos objetivos planteados que les iba a hacer más ricos todavía.

-        ¡Qué pesar que no les haya hecho caso a los doctores en vez de escucharte a ti! Todavía estarías aquí conmigo, expreso de viva voz.

 

Al instante, timbraron a la puerta. Lourdes se levantó lentamente, pues el timbre podía provenir de la película que en este momento transmitía. Pero no. Era la puerta, su puerta.

 

Y sin que los perros se hayan mosqueado – cosa que no sucedía sino con los hijos y la gente conocida - timbraron otra vez de manera insistente. ¿Quién podía ser? Nadie nunca venía a la hora del almuerzo perturbar su siesta.

 

Abrió, para alcanzar ver las piernas desnudas de un bribón de muchacho correr rápidamente a esconderse. Tradicional juego de niño, especulo ella.

 

Éramos lunes y tenía su habitual visita a la clínica para cualquiera de sus males así que no estaba ya en el hogar cuando el infante repitió numerosas timbradas.

 

El profesional que la examinó no le encontró, como de costumbre, nada a su paciente, sino una tristeza profunda debida a su viudez. Le pareció que ella, a pesar de sufrir de ese estado, no habría querido voltear la página y cambiar de vida, vida que ella misma describía como monótona, aburridora y sin sentido. Para prevenir cualquier cosa, el interno le prescribió anti depresores para mantener sus ánimos controlados.

 

Volviendo a casa, Lourdes se tropezó con unos de esos gamines, huéspedes de las calles, zarrapastroso, que tanto pululaban en estos días. No obstante, le pareció haberlo encontrado ya en algún lugar: tenía la mano torcida, los ojos profundamente negros y en vez de pedir, la saludo y le digo “Dios se lo pague” sin haberle dado ella nada.

 

Extrañada por esa actitud, soñó con el chico todo la noche: una vez le tendía su mano torcida y pedía un poco de pan, otra vez era ella con la mano torcida pidiendo. Y allí se paraba la ilusión. Y volvía a empezar. Y así toda la noche. Nunca supo que estaba pidiendo ella al pequeño.

 

El día siguiente, día del peluquero, y también los otros días, Lourdes se sorprendió buscándolo entre los transeúntes.

 

Cuando volvieron a timbrar a su puerta, se precipitó… para lograr ver un chiquillo a la mano torcida escapándose.

 

Desde este momento, la existencia pesada de egoísmo de Lourdes cambió: a veces se sorprendía teniendo miedo y cerrando con angustia las cerraduras del portón, a veces – lo más frecuente – abriéndolo de par en par a la espera que volviera. ¿Volviera quién?   No sabía. Pero era tanta la espera que ya no importaban ni las horas, ni el joven del mercado, ni el peluquero, ni las enfermedades.

 

Lourdes sentía que en este misterio, en la abrupta llegada –mejor timbrada – del jovenzuelo, se jugaba más que un simple encuentro. Se jugaba su futuro.

 

Y como el no volvió, intranquila por lo que le había podido pasar, ella decidió de ir a su búsqueda.

 

Atravesó el puente, este puente gigante que dividía la ciudad en 2, este puente que ella cruzaba del tiempo de su matrimonio para ir a clase, para ir a cine, para ir de viaje alrededor del mundo y empezó a preguntar a las personas que cruzaba. Nadie le supo decir dónde encontrar a él que buscaba, a él que la había llamado a la puerta. Pero a la medida que ella pedía, le iban indicando todo tipo de indigentes. De indigentes en indigentes, Lourdes sentía su corazón congelado de muerte calentarse poco a poco como una bombilla a medida que iba produciendo luz.  Su corazón de piedra se iba ablandando. Su corazón huérfano se iba llenando de vida.

 

Decidió, a pesar de nunca más haber vuelto a ver el “mano torcido”, dedicarse a curar todos los otros males que los pobres viviendo en las avenidas tenían y así por rebote, por arte de magia curar también los suyos.

 

Una noche, en estos minutos entre lo real y lo irreal, creyó haber oído nuevamente pedir a la puerta. Se precipitó y antes de abrir halló en el suelo una hoja grande que decía “Id por todo el mundo y predicad el evangelio”.

 

Solo en este momento entendió quien podía haber sido El que toca a la puerta, El que viene siempre de manera inesperada cambiar los planes cómodos y fútiles de las personas, El que busca siempre Su gloria a través de la Tuya, El que viene a mostrarte caminos inexplorados al servicio de los hermanos.

 

Lourdes, recordando el episodio, sentada en la capilla, esperando el sacramento de reconciliación, se pone a llorar, llorar de alegría, llorar de dicha, llorar de consuelo, llorar de plenitud, signos de un corazón así de enorme para amar. Amarlo a ÉL y amar a sus próximos.

 

-          No bastara todo lo que me queda de vida para regalarte todo lo que me has dado gratuitamente, medita ella.

 

Y no bastaran los miles de planes de expansión de la felicidad que ella tiene en mente: un hospital, un albergue, un banco de alimentos, educadores de calle para sus amigos, los “por Dios-héroes”, como dice ella.