Refugiados

Es la palabra del año pasado. Seguramente seguirá siendo la de este año. No es para menos. La tragedia, vivida por miles de seres humanos escapándose de situaciones de guerra, hambre, desempleo o persecución en sus propios países, lanzados sobre las carreteras del Medio Oriente o de América Central y del sur, atravesando los riesgos del mar, los inhospitalarios elementos climáticos, las persecuciones y las expulsiones, es realmente escalofriante.

 

Que sea por razones políticas, económicas o de violencia, esa es una experiencia complicada, traumática, espantosa. Más aún si ese “dejarlo todo atrás” se realiza, como en muchas ocasiones, bajo amenazas de muerte o después del asesinato de un ser querido.  

Enseres, animales, casas, parcelaciones y cultivos, parientes se quedaran en un tiempo-espacio que muchos dolorosamente intentaran recordar después de largos y amnésicos años.

Al final, decenas de personas tratarán de contar, entre llantos, sus historias más desconsoladoras las unas que las otras, de terror, de miedo, de desubique, de falta de oportunidades, de acogida forzosa pero generalmente amigable de algún familiar o amigo lejano, de rebusque, muchas veces, de reconstrucción de una vida indigna y precaria en sus lugares de llegada. 

 

En el caso de los países del norte, son miles de personas huyendo, devueltas en las fronteras, parqueadas en albergues o en carpas, esperando poder llegar al Eldorado europeo o americano. Siempre el egoísmo de las poblaciones repletas del primer mundo y el rechazo socio-cultural frente a una supuesta amenaza de civilizaciones, multiplica, para ellas, el factor inhumano y cruel.

 

De una parte y de la otra: sufrimiento, rechazo, desinformación, indiferencia, temor, apasionamiento verbal y físico, choque de mentalidad.

 

Hace 2000 años ya, la Sagrada Familia no fue exenta de esta problemática, ella que tuvo, con José a la cabeza, que marcharse a Egipto para proteger el Niño y escapar de los soldados de Herodes mientras centenares de infantes inocentes morían. Desde esta época e inclusive antes, miles de veces en la historia de la humanidad ocurrieron sucesos similares.

 

¿Cómo puedo dejarme cuestionar por estos acontecimientos?

¿Cómo puedo empezar a escuchar estos gritos, estos ríos de agonías llenando las noticias y las confidencias laboriosas y lúgubres de los protagonistas cuando se sienten suficientemente en confianza para hacerlo?

¿Cómo puedo sentir ternura y compasión por estos otros tan diferentes que me mueven el piso y mi bienestar?

 

Mi respuesta de cristiano es comprender El caminar de Jesús, Dios humanado, entre nosotros.

 

Si buscó entender cada vez más Su Vida de Lucha por el Reino desde el pesebre hasta la Cruz, la plenitud de la Resurrección, sus innumerables Apariciones y el envío de Su Espíritu, tengo inevitablemente que ahondar también en discernir el Caminar de Dios en mi existencia y la existencia de los demás. Empiezo entonces a experimentar su amor formidable hasta mis últimas consecuencias, su amor obstinado hasta si me vuelvo su enemigo, su amor irrevocable hasta su Don Entero, su amor creativo hasta convertirme, su amor exigente hasta sacudirme, solamente Amor, que, en mi vida, se convierte en júbilo, en vida feliz, en alegría colmada, en renacimiento sin límite.

 

Él me escoge como a Pedro, Juan o María Magdalena. Él participa de mis fiestas como en Cana. Él comparte conmigo los alimentos como en la cena pascual. Él habla conmigo como con la samaritana. Él me hace conocer Nuestro Papa Creador. Él multiplica mis panes cuando tengo necesidades. Él me enseña como a sus apóstoles o a los discípulos de Emaús. Él me levanta como el paralitico. Él me limpia como el leproso. Él apacigua mis tempestades como en el lago de Galilea. Él me retorna a la vida porque me considera su amigo como Lázaro. Como con los mercaderes del templo, Él se enfurece cuando solamente pienso en el dinero. Él me lava los pies para mostrarme como servir. Él me manda en misión como en Pentecostés.

 

Él me muestra la vía, el sendero, el camino a conquistar para una vida radiante, ofrecida, prometida a Él y a todos los seres humanos.

 

Y es porque siento muy adentro ese Amor, el Amor Sublime de Dios, que me nace el deseo de corresponderle. Él cuenta conmigo para responder a Él y a mis hermanos. Él quiere que coopere, acompañe, ayude, reconforte al refugiado, al desplazado, al pobre, al violentado, al relegado, como Él lo hace conmigo.

 

Y si sigo la ruta que me indica, podré, algún día, decir: “Su Vida es mi vida”. Como escribe San Pablo: “Cristo vive en mí”.

 

¿A menudo, alcanzó a verlo, oírlo, sentirlo actuando en mi vida?

¿Qué es lo que tengo que trabajar en el día a día para acercármele más?

¿Qué sensibilidad tengo que adquirir para hacer parte de la Sonrisa de Dios hacía mis semejantes?

¿Cuáles de mis estructuras y de las que me ofrece la sociedad tengo que cuestionar y tratar de cambiar?

¿Cuáles son las acciones concretas que tengo que desarrollar en mi quehacer diario para lograr alcanzar este Amor Intenso que siento por Él y que tendría que sentir para todos los que me reclaman?

 

¡Hay tanto por hacer que no puedo esperar ni un minuto más!