LUCAS.

Durante 12 años de su corta vida, Lucas había sido la Voz del Señor, más precisamente… monaguillo. Pero si alguna vez, había inclusive contemplado la idea de entrar en el seminario, hacía ya 2 años que no creía en nada en absoluto.

 

¿Por qué creer en un Dios de Amor cuando el amor, el único amor que conocía en ese entonces, se había vuelto agresividad, rabia, odio?

 

¿Cómo creer en un Dios de Amor si El Mismo no podía cuidar las personas que decían amarlo, las que iban a misa cada domingo, las que habían tenido 3 hijos, las que le habían jurado amarse toda la vida?

 

Ese Dios les había dejado a los 3 una profunda herida abierta en el corazón. Para Santiago y Juan, sus mayores, no parecían haberles perturbado, pero para él, el menor, es como si cada día le clavaran una espada en el costado: cuando hacía deporte, cuando dormía, cuando estudiaba, cuando escuchaba música. Su vida no era sino un solo y exclusivo dolor…tanto que, él antes tan jovial, se había ensimismado. Ya no tenía ganas ni siquiera de quitarse la vida.

 

Durante noches enteras había gritado al cielo, había llorado como una cascada revoltosa, sacudida por las enormes piedras que le caían al corazón. De lo alto de sus escasos años de vida había tenido que escoger entre los dos seres que más amaba, pero que ya no se amaban. Había pedido a este Dios, en el cual creía cada vez menos, que se volvieran a reunir los 5, como una sola familia, como la familia que nunca hubiera dejado de ser.

 

Pero Dios, que supuestamente era Amor, no lo había escuchado. Es más, su padre, unos meses después de divorciarse, había encontrado un nuevo amor y él, Lucas, había tenido que compartirlo con otros “hermanitos”. ¿Otros hermanitos, otra mamá? Lo único que les deseaba desde el fondo del corazón era que una peste bien brava les cayera matándolos a todos. Pero eso tampoco lo había concedido Dios.

 

Por donde lo podía ver, definitivamente no lo podía entender. Y para él era excesivamente importante comprender: para dejar de sufrir, para dejar de pensar, para dejar de enfermarse.

 

Entonces, como Dios no se había manifestado, Lucas había considerado que era como el ratón Pérez o el papa Noel: cuentos bonitos, pero al fin y al cabo puros cuentos.

 

Encerrado en su persona, había empezado a mostrar rasgos de indolencia, de indiferencia, de insolencia rechazando normas, valores, modos de ser y actuar. Primero lo había hecho en el colegio, del cual lo habían, después de mucho ir y venir de sus padres, expulsado. Después lo había hecho con sus amigos y sus familiares que habían tenido que alejarse de él por insoportable y altanero. Finalmente, lo hacía con la sociedad entera: pintarse el pelo de verde, llevar pearcings y tatuajes aun en el rostro, parecer lo más sucio y arrastrado posible. Eso lo había hecho sentir hombre, macho, invencible, cuando Lucas en realidad era todo lo contrario.

 

Lo que más le gustaba era robar en los almacenes. Se había vuelto su deporte favorito. Los otros chicos de su banda podían ser los más borrachos, los más drogados o los más hábiles con las armas, pero a él le producía la máxima excitación el pasar la puerta sin pagar, lentamente, lo más lento posible, aun tuviera las mil ganas de correr, en plena luz del día y, obviamente, a la vista de sus parceros.

 

Es así como tenía en su activo el robo de ya no se acordaba de cuantos celulares, de cuantas botellas de licor, de cuantas consolas de video-juegos. Hasta este momento, lo más interesante que había hurtado era una Kawasaki 500.

 

Esa actividad delictiva, además de dejarle siempre algo de dinero, llenaban su corazón y lo había hecho reconocer por todos los rebeldes como él. Ya no pertenecía a un solo combo. Sino que era la llave maestra para todos. Que alguien necesite cualquier cosa, inmediatamente él sabía dónde encontrarlo y no necesitaba más de medio día para conseguirlo.

 

Hasta se había medio-medio reconciliado con Dios, al cual rezaba – fuerte para que todo le saliera bien. Y tenía que decirlo: nunca había tenido ningún problema. A Dios le gustaba más los actos delincuenciales que el amor de una familia.

 

Hoy era su día de suerte. No solamente, había recibido una llamada del gran jefe de una banda importante de la región sino lo que le había pedido era para él todo un reto: un convertible Audi gris plateado. Su paga era aún más atractiva: 10 millones de lukas.

 

Ya había ubicado el automotor. Antes de hacer la vuelta, se hecho la bendición, le pidió a San Rafael y empezó a tratar de neutralizar el sistema de seguridad del coche de lujo que estaba parqueado allí en plena avenida.

 

Antes que hubiera podido sacar el primer instrumento, vio el rostro de una mujer en el retrovisor. Creyéndose observado, se voltio. En este preciso momento, una bala se vino a incrustar en el espejo.  Se echó a correr antes de oír un segundo tiro. El carro estaba custodiado y sus guardianes le estaban disparando. Si no hubiera sido por esa mujer, ya estaría muerto.

 

Lucas explicaba años más tarde las innumerables veces que la que había reconocido posteriormente como María, la madre de Dios, lo había salvado. “Hasta que me convertí” decía él. La última vez, que había sido la más terrible de todas, era cuando él, empuñando una pistola, casi había matado a un policía. En este instante le había oído preguntar claramente: ¿Por qué me persigues? ¿Por qué te persigues?

 

Se había alejado del crimen, del atraco, de las estafas, pretextando que lo del asesinato fallido del policía lo había dejado en los expedientes de la justicia.

 

Poco a poco había entendido que, aunque Dios propone, el hombre dispone. Que Dios siempre está allí con su mano tendida para sacarnos de apuros. Unos la cogen. Otros la dejan. No entendía porque sus padres, años antes, no habían escuchado las comunicaciones que, en sus dificultades, Dios les había mandado.

 

Pero viendo lo que le había pasado, a él, estaba seguro que Dios les había enviado muchas cartas, muchas alertas, muchos mensajeros que ellos, como él, en su orgullo y en su afán de resolverlo todo solo, no habían podido o querido escuchar.

 

Se acordaba que lo que más lo había herido era que Dios no había escuchado sus oraciones y su tristeza. Hoy sabía que Dios siempre da respuestas, no siempre las que uno quiere, pero la que Él necesita que descubramos en el trasfondo de nuestro corazón.  

-          -  Quiere siempre que tumbemos muros, ampliamos límites, agrandamos nuestros ideales y anchemos nuestra alma en bien nuestro y en bien de los demás.

-          -  ¿Qué habría sido de mí si no habría finalmente escuchado?, se preguntó Lucas delante del micrófono de la emisora en la cual trabajaba desde ya varios meses.