El último beso de Eva.

Eva se sabía condenada hacía ya 8 meses. El cáncer del páncreas que le habían diagnosticado, hacía 2 años, se había rápidamente extendido a todo su cuerpo, ayer todavía voluminoso. Hoy no era sino huesos sobre huesos, piel lánguida y pijamas extra amplias.

 

Pero Eva había conservado lo más importante: el habla y su mente.

 

Hacía 2 años, al quejarse de un dolor de espalda continuo, la médica le había mandado realizar un TAC. El mal ya estaba allí, solapado. Le habían practicado un montón de exámenes para descubrir que ya había metástasis, que ya no se podía operar, que ya la vida se veía mucho más corta, ella que, a sus 46 años, tenía todavía multitudes de proyectos.

 

La vida de Eva no había sido del todo un paraíso. A sus 15 años, se había escapado de un ambiente familiar pesado con un hombre del doble de su edad que le había prometido el oro y le había finalmente dado piedras. Con él, había tenido su primer hijo que ella no sabía dónde estaba o si vivía todavía. Joel se llamaba. Es prácticamente todo lo que se acordaba de él.

Después de 3 años de vida atropellada y malos tratos, se había ido con el esposo de su mejor amiga de este entonces. Borracho a toda hora, ahora sabía porque su legítima esposa no lo había buscado ni tenido rencor. Con él había tenido su primera hija, que le había rebatado la oficina de bienestar infantil por estar en constante peligro.

Con este marido, se había quedado bastante tiempo, pues aunque seguía alcoholizado a toda hora, no la pegaba y le aseguraba el alimento.

 

Sin embargo, había terminado por aburrirse de sus incesantes celos y se había ido con Natanael, un morenazo, por fin buen hombre, trabajador, serio, tan serio que ella no había aguantado, ella que le fascinaba el baile y la fiesta. Había nacido su tercer hijo pero a ciencia cierta no tenía ni idea de quien había sido. Pues en ese entonces, llevaba una existencia algo volátil. Ese, por desgracia, no había crecido como el hombre que finalmente lo había reconocido: maqueta, violento, lo habían mandado al servicio militar donde se había quedado.

 

No realmente, su vida había sido más bien un infierno.

 

Y hoy Eva estaba acostada en la sala de la humilde casa de unas Hermanitas de los pobres que la había tomado en piedad después de las últimas sesiones de radioterapia.

Allí habían llegado, en los días directamente anteriores, al menos 10 enfermos terminales como ella que, por una u otra razón no tenía a donde ir y que el hospital, necesitado de dormitorios, no podía seguir atendiendo.

 

El infierno de su realidad presente y pasada no lo había querido compartir con nadie hasta que, hacía 2 semanas, había llegado un vecino también enfermo que había empezado a hablar. Es así que todo el mundo se había enterado de su hoja de vida como esposa, mujer y mama.

 

Las quimios ya estaban bastantes fuertes para soportar estas historias medio verdad medio mentira que habían hecho rápidamente la vuelta del lugar. Y Eva se había encerrado aún más en su silencio. Afortunadamente, ninguna de las hermanas había querido entrar en su intimidad y la dejaba tranquila.

 

Pero mañana sería un día importante para Eva. La querida medica que la atendía desde que había llegado por urgencia hacía ya tiempo, le iba a revelar su estado según los exámenes realizados la semana pasada.

Mañana, Judith, ese era el nombre de la profesional, iba a decirle cuanto tiempo todavía tenía por delante. 2 meses, 5 meses, 1 año. Ojala que fuera siquiera 6 meses para poder cumplir sus 47.

 

Perdida en su soledad, su tristeza y sus pensamiento, Eva no vio llegar por detrás alguien que conocía bien.  Era Natanael que la había vuelto a encontrar y que le estaba ofreciendo un enorme ramo de rosas, sus preferidas.

 

La llegada del paciente vecino en el asilo no había sido solamente molestias. Él había avisado a sus familiares quienes, a su vez, le habían avisado a su tercer amor. Eso le conto Natanael después de encontrar un balde suficientemente grande y estable para contener esa cantidad de flores. Las puso en la mesa de noche, antes de sentarse a hablar: Hablar de él, hablar de ella, hablar de su hijo militar, hablar del futuro que había construido para los dos, ya que la había vuelto a encontrar.

 

Y Eva, por algunos instantes, se había distraído…casi se le había borrado su dolorosa situación. Inclusive, se había empezado a reír tanto que le había dolido la sonda que ella siempre llevaba colgando a un lado. Natanael ido, había admirado los brotes y bulbos de las yemas rojas y se había puesto a pensar en las cosas bellas de este mundo. Ella no se quería ir todavía. Mañana sabría.

 

Cuando volvió a acostarse en su camilla el día siguiente, ya no era la misma Eva jovial del día anterior. Había visto a Judith, la médica querida, que le había anunciado, con suma prudencia, que si todo iba bien ella podía contar con 1 mes. 1 pequeño mes, 1 mes chiquitico, 1 mes solamente, escasos 30 días.

 

Es lo que estaba gritando Eva revolcándose y dándose golpes en su lecho que seguramente iba a terminar siendo el de su muerte.

 

Esta noche nadie pudo dormir en este sitio de agonía, pues nadie pudo obviar las lamentaciones desesperadas de Eva. ¿Cómo iba a poder cumplir 47, caminar a la luz del sol, sentir el viento en sus mejillas, apaciguar su corazón, ordenar las cosas que hacía tiempo tenía que ordenar y que siempre posponía, limpiar el alma negra a la cual sabía, en su fuera interior, que tenía que enfrentarse? ¿Cuándo? Si difícilmente iba a despertarse 30 veces.

A la mañana, Eva no era ya sino una enorme herida abierta, despavorida, la boca seca y los ojos exorbitantes de tanto gemir.

 

Paso 3 días en este estado cercano a la destrucción, pero el tercer día, como los botones de las rosas en la consola, Eva se abrió a la acción Del cual no quería oír horas antes: el resucitado. Empezó a aceptar su suerte ayudada por Judith, la doctora, Natanael y la hermanita joven que les había alertado.

 

Vino una temporada de tranquilidad y de paz interior que jamás Eva había experimentado, durante la cual pudo reencontrarse con ella misma y con sus allegados, redescubrir la belleza de los rostros humanos aún sufrientes, volver a respirar este aire que ni tenía conciencia que allí residía la grandeza del Señor.

 

Con miles de dificultades se fue visitando cada uno de sus compañeros de dicha, de dicha de estar tan cerca de la vida plena, de la vida eterna, de la vida gloriosa que les habían prometido Cristo.

 

El día de su partida hacía al Padre tuvo un sueño. Ella, que había pedido hacía 10 días que la Virgen María la acompañara cuando llegara la muerte, fue escoltada por centenares de ángeles hacía Ella que la esperaba los brazos abiertos. Solo en ese instante supo que estaba eximida de todas las culpas, dudas y fechorías de su existencia terrenal.

 

 

Una dicha profunda la sumergió justo antes que recibiera un último beso en la mejilla de parte de todos los que se habían quedado.