IDA Y VUELTA.

¿A  quién no le gusta viajar?

 

Por ser miembro de 2 culturas, por ser ciudadano de 2 patrias, por ser oriundo de un país chiquitico al borde del mar del norte y adoptado por un país caribeño enorme en riquezas y personas lindas, por tener siempre los pies de cada lado de una frontera, me fascina viajar.

 

Me fascina viajar para conocer gente, lugares, culturas, historias distintas que me enriquecen. Tanto que hice de este hecho un constituyente absoluto de mi vida.

 

Viajo entre continentes, entre países, entre departamentos, entre ciudades, entre pueblitos y pueblos, entre barrios – los ricos y los pobres -, entre maneras de pensar y de ver la existencia, en mi propio hogar con mi esposa, con mis hijos. Y no solamente porque constituimos una familia mixta, de 2 culturas distintas, como las hay por montones hoy día.

 

En definitiva, sin darnos realmente cuenta, viajamos todos y siempre.

 

Viajamos cuando nos desplazamos en metro, cuando prendemos el televisor para ver este programa tan bonito sobre nuestro planeta, cuando buscamos en internet el lugar de nuestras próximas vacaciones o la empresa en la cual nos gustaría trabajar, cuando escuchamos nuestros amigos hablar de realidades personales, familiares, comunitarias que desconocemos, cuando acompañamos un compañero alegre o herido, cuando innovamos, creamos, aprendamos en nuestras mentes algo nuevo.

 

¿Y cuándo empezó esta aventura? Sencillamente empezó cuando Dios quiso darnos vida a través de unos padres a los cuales EL les dio la tarea de cuidar de esta vida, de hacer crecer este bebe hasta que llegue a adulto y a su vez dar vida.

 

Para cada cual la pasantía es distinta. Y el viaje depende de nuestra manera de viajar. Podemos viajar en resort, en hoteles de lujo, en primera clase, con gafas oscuras puestas, en pantuflas de última moda, comiendo y bebiendo a la carta y el corazón volteado hacía sí mismo, hacía su disfrute, su ganancia, su egoísmo. O podemos viajar la mochila al hombro, con botas pantaneras y pantalones de drill, en bus, en mula o a pie, durmiendo donde nos coge la noche o en casa de extraños, comiendo lo que podemos conseguir de autóctono.

 

De la primera manera, nos apartamos del mundo, hacemos parte de una cierta elite y poco nos importan nuestros hermanos, sus situaciones, logros, deseos, dificultades y abismos, manera de sentir, de reflexionar.

 

De la segunda manera, entramos a comunicar, relacionarnos con otro muy distinto pero con el cual sabemos que tenemos una misión en común: hacer crecer la solidaridad entre viajeros que somos todos.

 

Es la forma en que Jesús viajaba por los caminos de Palestina. Es la que recomendaba a sus discípulos.

 

Es la que prefiero y la que tendríamos que preferir sus seguidores.

 

Obvio que muchas veces, nos gusta y aprovechamos el viaje cómodo, sin contratiempos, sin imprevistos, pagado por adelantado, los bolsillos llenos de billetes y con la consciencia falsa de recorrer el mundo cuando lo que hacemos es simplemente recorrerse a uno mismo, hartarse y emborracharse de su ser, su talento, su grandeza, su belleza.

 

Muchas veces nos olvidamos de nuestro punto de partida, del Amor que nos hizo nacer y del sendero que nos invita a transitar con EL, por EL y hacia EL.

 

Si lo andamos con El, realizando nuestra misión de llenar los huecos y aplanar las protuberancias del asfalto, si marchamos a su lado y a lado de los otros co-viajeros, nuestra peregrinación - aun pueda parecer ardua – será liviana y placentera.

Si lo vagabundeamos sin EL – o peor, contra EL – seremos sujetos a mareos, indigestiones, cólicos, embolatadas, sin sabores. Será como si, a pesar de haber emprendido el paseo, nos hayamos quedado siempre en un idéntico lugar: el lugar donde nuestro destino se confunde con nuestra persona.

 

Pero, al fin y al cabo, que hayamos preferido avanzar con o sin EL, nuestro trayecto, que sea trocha, autopista, avenida o servidumbre, algún día, terminará.

 

A los que vagaron y rumbearon sin EL, peleando y renegando por todo, no les quedará sino la amargura, el vacío, la sensación de inutilidad, la ausencia, la lluvia, los vientos fríos en un corazón roto y el sin sentido de un adiós desgarrador porque sin remedio.

 

A los que deambularon con EL, volviéndose amigos a lo largo de meses y años de travesías, el final tendrá el sabor de la amistad, de la ternura, de la alegría de un nuevo encuentro, dejando los otros caminantes con el consuelo no de haber perdido un ser querido sino de la Felicidad Plena de la cual ya está gozando.

 

Y los que habrán partido, entenderán por fin que el viaje habrá sido de ida y vuelta – empezando y terminando en EL – con un solo objetivo: invitar y ayudar un máximo de seres humanos a recorrer el camino hacia Su Reino de Amor, Paz y Justicia.