Pedro o Perdonar: ¿hasta donde?

Hacía 25 años que Pedro esperaba este momento. Era su última noche en la cárcel. Mañana saldría libre.

 

Se había rendido varias veces: cumpliendo las 2/3 partes de su condena habría podido beneficiar de una libertad condicional que le habría permitido empezar a insertarse en el mundo pero nadie quería darle esta posibilidad. Cada año había reiterado su petición y cada año se le había negado esta libertad a la cual, aunque condicional, pensaba tener derecho.

 

25 años. 25 años completicos había tenido que cumplir. El mundo en los 90 nada tenía que ver con lo que era hoy y aunque los encarcelados tenían derecho a ver noticias, una cosa era ver y otra cosa era vivir. Detrás de rejas era poco lo que se podía vivir. Sino el horror.

 

No es que Pedro no reconociera que su condena no había sido justa. Sí. Había sido justa. Aunque le había tomado meses en reconocerlo. Sí. Le había hecho daño a mucha gente empezando por los 3 niños que había violado y luego matado, sus padres que previamente le había tenido toda la confianza – pues habían sido sus amigos del alma -, la instancias religiosas y el país entero. Sí. Lo que había, algún día, hecho, el mismo, el solo, no tenía perdón de Dios. Pero la cárcel se lo había cobrado triple.

 

Inmediatamente rechazados por todos los convictos, nadie quería ni hablarle ni tener nada que ver con él. Aún más, alguna tarde le habían hecho lo que él había hecho a los 3 niños y lo harían matado si no hubiera sido porque cada uno de sus verdugos lo había dejado para divertirse cada vez que le daba el placer. Es así que, durante años, había sido puesto en cuarentena a la merced de los más duros y perversos del penal.

 

Y aunque no se había quejado porque, entre otras, pensaba que eso era su penitencia, se había alegrado que lo hubieran cambiado de establecimiento hacia uno nuevo.

 

Había unos 5 años que beneficiaba de una relativa paz, aunque en la medida que había pasado el tiempo había tenido que compartir su celda con cada vez más recluidos. Y toparse con todo tipo de tráfico: drogas, armas, alimentos, licores, celulares, prostitución, en los cuales habían querido involucrarlo todo el mundo.

 

Él había sido el padre Pedro, el amado, querido y jovial padre Pedro, el constructor de Iglesias, el enérgico protagonista de tantos proyectos. Pero nadie había sabido que detrás del fascinante sacerdote había una bestia feroz y traidora que se había despertado algún día y le había hecho cometer estos horribles crímenes.

 

Había sido primero la pequeña Irene de 8 años, hija de un  pareja muy querida de la parroquia, después la hermosa Lucy de 13 años y por fin la pequeña Sofía, de escaso 5 años.

 

No. No podía tener salvación para seres tan despreciables como él.

 

Una cosa que, adicionalmente a los hechos repugnantes que había perpetrado, no podía sacar de su cabeza y lo torturaba aún más, era el hecho de haber tan bien jugado la comedía: durante 2 años, él había consolado los papas de sus víctimas, durante 2 años, él había celebrado la eucaristía, durante 2 años había seguido hasta orando por las pequeñas…

 

La Justicia lo había encontrado culpable. Su Iglesia también. Después de semejante escándalo internacional, nadie quería saber nada de él.

 

Y él iba a salir mañana.

   

El salía libre. ¿Pero libre de qué?

 

¿Libre de estos horribles actos cometidos en estado de lujuria infantil en la cual todavía no sabía cómo había caído? ¿Libre de la mirada acusadora de la gente? Después de miles de cartas mandadas a los padres de las niñas, a veces 3 cartas en un día según las torturas de su conciencia, había conseguido que lo perdonara. Se imaginaba que tan difícil había sido para ellos, él que no había podido perdonarse a si mismo.

 

Cada vez que lo intentaba, no podía dejar de recordarse la última mirada de Sofia. En una mezcla de terror abominable pero a la vez, de sencilla incredulidad, de inocente reproche y de angustiada ternura, ella lo seguía mirando todas las noches, en sus sueños. 

 

¿Libre de qué?

 

A las 6 am del otro día estaba ya a la puerta de la penitenciaria, para evitar, nunca se sabía, que algún reportero estuviera allí.

 

Pedro levanto la triste maleta con sus pocos efectos personales. Apretó en su mano, el escapulario y una dirección escrita en un pedazo de papel que le había regalado el único verdadero humano que había conocido en este infierno: el capellán Judas.

 

No podía volver atrás. No podía buscar sus parientes. No podía ni siquiera estar solo: los tormentos que lo despertaba a media noche, este rostro de Sofía que le sonreía dulce e irónicamente mientras buscaba un poco de paz, lo mandaba, muchas veces, a desear estar muerto. Como ellas. Como él, hacia tantos años. Desde que la bestia inmunda que tenía adentro y que había creído domar en su juventud se había apoderado de él, volviéndolo loco, insensato, despreciable y asesino. Es lo que había tratado de explicar a los jueces, a los padres de las niñas, al capellán Judas.

 

Ellos le había condenado a la máxima pena y eso era justo. Ellos, viendo sus remordimientos sinceros, le habían también perdonado. Él no lo había podido hacer para sí.

 

Pedro atravesó un puente alto. Debajo relucía el agua negra y turbulenta engrosada por las recientes lluvias. Sin realmente pensarlo, se acercó al borde, trepo las barandas…y en ese mismo instante oyó cantar un gallo.

 

Entonces se acordó de las palabras de Jesus, las que había profanado tantas veces. “antes que el gallo cante me hará negado 3 veces”.

 

Pedro no pudo retener su llanto, un llanto lúgubre y a la vez liberador, un llanto demoledor, negro, turbulento, engrosado por 25 años de culpa, de infierno, de arrepentimiento y de penitencia.

 

Después de mucho tiempo sofocando en esta alba fría, se levantó exhausto, vaciado de todas las porquerías vividas, nuevo, rehabilitado.

 

Hoy por primera vez en tantos años se sintió reconfortado, limpiado. Por fin, ÉL que lo puede todo le concedió lo que tanto le había pedido: que lo lavará de toda la basura que él, algún día, había sido. Lo otro no importaba.

 

-          A él que perdona mucho, Dios le pide también mucho, dice Pedro

-        Hoy me dedico a visitar los sitios de reclusión, como Judas el capellán, donde humanos que han caído buscan levantarse y vivir nuevamente. Ellos son culpables como yo lo era. Pero no se pueden reducir a sus actos, tan barbaros hayan sido.

-    Nuevamente, Dios me ha concedido el privilegio de ser Su Voz, termina jovial y querido como nunca habría deseado dejar de ser.