La tentación de Cristiano.

Cristiano estaba al pie del mar, sentado sobre la arena fresca de la madrugada, la cabeza en las manos, destrozado.

 

Acababa de pasar la noche con Alejandra, esa joven morena llena de vitalidad y de sonrisas que lo había hecho sentir especial después de los largos meses de tensiones en el pueblo.

 

Alejandra había aparecido en su vida hacía 7 meses, el día de pentecostés, pretendiendo recibir llamados de parte de la Virgen para ser monja. Nunca antes Cristiano se acordaba de haberla visto.

 

Pero ese día, ella se había acercado e inmediatamente una alarma en su consciencia había avisado a Cristiano del peligro. Alejandra era muy bonita, suelta a la manera de las jóvenes costeñas que caminan como bailan, las facciones redondas y el pelo churrusco como las artistas afroamericanas que Cristiano había visto sobre las caratulas de estos discos vinilos de los años 70. ¿Cómo se llamaban ya? ¿Donna Summer? ¿Diana Ross?

 

En todo caso, Alejandra, pese a su gran juventud – podía tener 16 o 17 años -, tenía una voz parecida, fuerte y suave a la vez, limpia, segura y embrujadora.  Es de su voz que Cristiano se había enamorado primero, después de sus curvas voluminosas de cantante de góspel, finalmente de todo su ser seductor que, en este momento, recordaba con un resto de deseo y con muchísima culpa.

 

Le había pedido que le explicara los cantos, después que se sentará con él al órgano – este viejo instrumento empolvado que ya casi nadie usaba pero del cual él sabía sacar lindas melodías -, después que le explicara las costumbres de la gente del interior. Y él que, precisamente por venir de las montañas tenía todo los encontrones posibles con la comunidad, se había dejado conquistar.  En estos infinitos meses de tentación, el corazón mil veces le había dicho que No y después que Si, hasta que Alejandra lo había ido a buscar para despedirse, él que por las vacaciones se retornaba a la ciudad.

 

Y ahora estaba delante del mar, este mar aburridor de va y viene, con el sonido exasperante de las olas, con el viento desgarrador que le bofeteaba la cara como para sancionarlo. Estaba allí y no sabía qué hacer: volarse para la ciudad, tapar la falta y continuar como si nada hubiera pasado o quedarse, enfrentar el hecho, pedir perdón y seguir adelante, si Dios lo quería.

 

Porque allí estaba el problema, ese Dios que lo había llamado, ahora le hacía pasar por esta prueba. Ya no había nada que hacer: entre los malos tratos, las calumnias, los chismes hasta las bofetadas físicas de sus feligreses y el cariño, el calor y la alegría de una de sus parroquianas, Cristiano, hacía tiempo ya, sin darse cuenta al principio, había escogido.

 

A pensarlo bien, él había pecado. Sí. Pero otros eran los que tenían la culpa: las personas testarudas de este pueblo, principalmente de sus ediles políticos que no habían aceptado que predicará la justicia social y evangélica cuando su predecesor, que en paz descanse, un sacerdote anciano llenaba los espíritus solo con devoción y nada más; su obispo que, a sabiendas de su juventud y de su inexperiencia, lo había mandado como oveja en medio de lobos; Dios mismo que no había sabido protegerlo suficientemente de todos los peligros que conllevaba llegar a un lugar apartado, solo y con semejantes problemas sociales. Si había fallado era por él mismo, pero tenía circunstancias atenuantes…

 

Estaba allí en sus pensamientos, viendo, desprevenidamente perros callejeros rodeándolo, cuando oyó, a lo lejos, una voz que llegaba del mar. Eran 2 pescadores y un niño, en su lancha saliendo a pescar que lo invitaba a montarse a bordo, seguramente para burlarse un vez más de sus mareos.

 

Cristiano, sin embargo, no lo pensó mucho y de inmediato se subió a la barca. ¡Si dios lo tenía que castigar que sea con un buen revolcón de estómago y el consiguiente malestar!

 

Eran a penas la aurora. Debido al viento de verano, el mar estaba picado, pero los 2 hombres y el chico de apenas 6 años, tenía práctica.

 

-        Es cuando pica que es buena la pesca, expreso uno con su acento inconfundible de la región que le había costado tanto a Cristiano medio entender.

-        Pero hay que salir afuera, agrego el otro con el deseo de observar la cara de su párroco volverse verde.

 

De hecho ya los ojos de Cristiano voleaban por todas partes a la búsqueda de un punto estable y, al no encontrarlo, la cabeza le dio 20 vueltas y se sentó el pantalón en el agua dormida del fondo de la chalupa. No miro más. Ni escucho los sarcasmos de sus compañeros que ya estaba jalando la tarraya lleno de peces. Solo el niñito parecía indulgente, mirándolo fijamente.

 

De pronto, una de estas olas gigantes y traidoras sumergió el bote. El infante pasó por la borda. Los adultos, aferrados a sus labores, ni siquiera se dieron cuenta. Es solo cuando Cristiano, de una voz fuerte de predica les grito que, dejando los peces, se percataron de lo sucedido: el cura había salvado al chiquillo que ya se estaba ahogando en la furia del océano.

 

De vuelta a la orilla, a pesar de que él les hubiera pedido no contar el suceso a nadie, la noticia voló de choza en choza. Ya Cristiano no era el montañero extranjero sino uno de los suyos, ya era el pescador de hombres, chicos, muchachos y veteranos. Era el pastor amado que siempre hubiera querido la gente y, con un sincero arrepentimiento, se acercaba para abrazarlo y pedirle disculpas por todo lo malo.

 

Es lo que Cristiano, que definitivamente había renunciado a viajar para enfrentar los acontecimientos, hubiera querido hacer con Alejandra, escondida en aquella habitación de la casa cural antes del anochecer: abrazarla y pedirle perdón.

 

Se acercaron los padres del travieso y, antes que se le hubiera pedido, le pidieron poderse casar el otro domingo. Ellos, que habían visto, en su gesto, la mano del Señor, decían que no podían estar en deuda con Él y se querían casar lo antes posible.

 

Cristiano tuvo todas las penas del mundo para explicarles que Dios no era así, que Dios era bondad, misericordia, lento a la cólera y rápido en clemencia, tolerante porque sabe que nosotros los humanos somos débiles, frágiles ante las tentaciones del mal, mal que se puede expresar en cada uno de nosotros. No en los elementos naturales. Que para hacérnoslo descubrir en los pliegues de nuestra condición humana, darnos el chance de combatirlo en nuestras vidas y para librarnos del mal, Él, el Dios cercano, generoso, magnánimo, Él manda a Su hijo, Jesús, que nos salva.

 

Al mismo tiempo que hablaba, Cristiano se daba cuenta que ya no estaba convenciendo a estos padres. No. Se estaba convenciendo a él mismo, convenciéndose de que Dios ya le había borrado ese error de la noche anterior.

 

Alejandra nunca olvido su primer amor, un amor equivocado pero tan lindo, un amor profeso que ella no había querido aplastar. Solo como toda jovencita caliente como la naturaleza de su costa, había seguido sus impulsos. Se encontró, efectivamente semanas más tarde, como lo había expresado a Cristiano, con El Esposo Maravilloso: El Esposo Divino que hizo de su voz una sinfonía permanente de alabanza en Su Nombre.

 

Cristiano contó su aventura sentimental a su obispo, que, entendiendo que su pupilo ya se había reconciliado con él mismo, con Dios y con su comunidad, compasivo frente a su remordimiento y reconociendo parte de la equivocación, lo mando a un pueblo frió y faldudo, que no por faldudo le podía permitir otro desliz.

 

 

Allí Cristiano añora la comida de mar, el viento sobre sus mejillas, el sol del cual se tenía que esconder y toda la gente querida de aquel rincón de casitas de paja. De vez en cuando se acuerda de Alejandra como un bello rostro, viviendo ahora en miles de rostros de adolescentes que tiene que guiar, que motivar, que lanzar hacia una vida feliz, llena de Dios, porque en Él está la felicidad plena.