Bernabe.

Bernabé estaba mirando los viejos álbumes de fotos que acababa de encontrar en el mueble del salón en la casa de su madre, que después de muerta, tenía que desocupar.

 

Este trabajo fastidioso y triste le tocaba a él, único hijo que vivía todavía en la ciudad. Sus hermanos se habían casado e ido a vivir lejos. Él seguía soltero. Pero ya mayor, nunca había querido compartir 100% de la vida de la anciana. Vivía a 2 cuadras e iba a diario a visitarla. Nunca había querido ser un estorbo, un peso, una boca de más a alimentar.

 

Treinta años había pasado en este estado durante los cuales habría podido casarse, irse de vacaciones, visitar el país entero, escalar hacia la presidencia en su empresa, pero nada de eso había sucedido. Bernabé no tenía pretensiones, Bernabé no tenía sino la ambición de hacer feliz a su mama.

 

Hoy estaba muerta desde 3 días y ya le estaba haciendo mucha, pero mucha falta.Se sentó en la poltrona donde ella se balanceaba viendo por la ventana los pájaros bañarse en la ponchera que ella llenaba de agua cada día. Hoy no había pájaros, pues el recipiente estaba seco. Mañana no habría pájaros.  Ya tendrían que ir buscando otra piscina.

 

Voltio lentamente las páginas llenas de recuerdos amarillentos y se puso a renombrar las personas allí retratadas.

 

El mismo: de niño, de adolescente, de joven, su familia: papa, mama y sus 3 hijos, su perro Gordis, su canario, su abuela tan amada, su abuelo, sus tías y tíos. En la casa de Chile, en la finca, en una piscina, de paseo con los primos. ¡Como el tiempo había pasado de ligero! Ese tiempo resuelto. Estos seres queridos ya fallecidos. Estos lugares ya desaparecidos.

 

De testarudo, siguió ojeando las hojas. Pues ya sabía lo que lo esperaba. A la medida que él avanzaba, se sumergía más en la nostalgia. Es precisamente lo que él había querido al abrir este cajón. Existir, vivir para después morir. ¿Por qué buscar otra cosa? ¿Por qué trata de disipar estas nubes espesas que ya le estaba invadiendo el corazón?

Pero esta vez era distinto porque, antes de partir, su difunta mama le había revelado lo que le había escondido.

 

Ella decía que el fallecimiento como punto final de una existencia tan mediocre tenía que ser brillante. Es por eso que, dejando su cama de enferma, la moribunda había querido ver el mar. Bernabé trató de disuadirla. Pues en su estado, bien habría podido perecer en el camino. Le había comprado un lindo reportaje sobre el mar mediterráneo, pero la anciana quería ver SU mar, oler su perfume, sentir el viento sobre su cuerpo envejecido.

 

Al explicar eso, Bernabé había accedido a lo que parecía ser su último deseo. Un sábado muy de mañana había sacado el automóvil, había cargado a su madre hasta el asiento y habían empezado el viaje.

 

Como ninguna aerolínea permitía enfermos terminales en sus aviones, Bernabé se había resuelto a tomar 8 días de vacaciones para cumplir con los 2000 kilómetros ida y vuelta que la decana no habría podido realizar de un solo golpe. Es por eso que Bernabé había previsto varios albergues para llegar a su lejano destino. 

 

Durante todo el trayecto, la ochentona había dejado el vidrio abierto, a pesar de la lluvia o del calor. Por fin, habían llegado, habían visto el mar. Pero inmediatamente se habían tenido que devolver, pues la salud de la paciente, sin su tratamiento paliativo, se había empezado a deteriorar bastante.

 

En efecto, es apenas si al llegar a casa podía respirar. Sin embargo estaba radiante y es en ese estado de felicidad que se había apagado una semana después.  

 

El viaje había valido la pena, a pesar de los inevitables reproches de sus hermanos al conocer la última locura de la señora. Se habían recordado miles de eventos alegres, tristes, miedosos o embarazosos, como cuando Bernabé había dejado su novia plantada en el altar, hacía 25 años. Nunca –y tampoco esta vez – Bernabé les había podido explicar a sus padres el porqué de este episodio. Más bien morir que de confesar que era por ellos que se habían decidido casar, por hacerles felices a ellos que amaban profundamente a la novia, por no desilusionarlos a ellos que él se había metido en semejante lío.

 

¡Qué vergüenza!  En un destello de lucidez, le había dicho a su prometida que no, por teléfono, cuando todos estaban ya esperándolo en la Iglesia, porque no habría sido capaz de decirlo delante de todos esos familiares. ¡Qué vergüenza! Durante más de un mes, no había aparecido. Había perdido su novia, la estima de todos y lo poco de confianza que todavía tenía en él.

 

Desde ese día sus progenitores habían sido repelentes y desagradables. No lo había cambiado mucho, él que ya era acostumbrado a ser el siempre menospreciado, a pesar de haber sido el mayor.

 

Cuando su padre había muerto, las cosas habían cambiado ligeramente porque ya su mama necesitaba de él, aunque sutilmente seguía con sus comentarios negativos. Siempre negativos.

 

Durante el viaje, ella le había revelado cómo había conocido su esposo, como él generosamente la había recibido esperando al bebe de otro, como Bernabé había finalmente nacido en un buen hogar. Al fin y al cabo, este viaje había sido la única manera que había encontrado la vieja para revelar un secreto guardado desde 50 años.

Y como le había también contado que su verdadero padre había sido unos de sus compañeros de trabajo, Bernabé estaba ahora buscando afiebrado entre las fotos del álbum que tenía en la mano alguien que se le pareciera.

 

Encontró varios que habría podido ser pero ninguno habría sido capaz, fijados en el papel por la eternidad, de hacerle una señal, un guiño de ojo, una sonrisa para indicarle que había sido él el autor de su existencia.

 

Empezó a voltear todas las imágenes en busca de nombres, datos, cualquier información que le permitiría recomponer el rompecabezas que le parecía ahora su vida.

 

Se quedó así horas y horas, examinando cajas y libros, estantes y armarios, al fin de ajustar las diferentes piezas de su personalidad.

 

Finalmente se acordó que su mama guardaba en su mesa de noche varios documentos. Se precipito sobre ellos. De uno salió una estampa con el rostro de un hombre ya de edad que decía: Soy tu verdadero padre. Ora por mí cada día así: Padre nuestro que estás en el cielo, santificado…..

 

Bernabé se dejó caer en la cama y se le abrieron los ojos. Leyó una y otra vez la oración. ¿Qué le importaba ahora el autor biológico de su ser? Solo importaba Él que le daba, por fin, sentido a su vida. En un instante, se sintió reconfortado, reconciliado, reforzado consigo mismo.

 

¿Cómo había podido olvidar, desde tanto tiempo, el Dios de su niñez, el Dios de sus años de guardería, su papa del cielo, en las vueltas sinuosas y los caminos escarpados y tenebrosos de su historia?

 

Bernabé guardó años esta lámina en su cartera.

-          Para poderla leer como decía: cada día.

 

Hoy Bernabé volvió a descubrir la Fe y con ella, el valor invaluable de la oración. Es el encargado de varios grupos de alabanza en la arquidiócesis.

 

-          Tienes que leer mi último libro. Él explica a la gente como entrar en relación con Dios. Para escucharlo a Él que me permitió, como decía mama, tener un buen hogar, a pesar del desprecio, porque no lo hacían por mal, solo porque no sabían. En estos entonces, yo, con mis desesperanzas, tampoco era alguien con quien era fácil convivir, explica.