Priscila

Priscila estaba en las nubes. Sus compañeros y ella habían empezado la reunión con la directora nacional de mercadeo que llegaba de la capital.

 

Pero no sabía si era por el calor, o por lo aburrido que le resultaba el tema, o por el principio de migraña que tenía desde la mañana, que no lograba concentrarse más de 5 minutos. Después, su mente la llevaba sucesivamente a las últimas vacaciones, al cumpleaños de su hermana menor esta semana, o su próximo matrimonio con Simón.

 

Simón era el nuevo llegado en su vida. Durante 2 años, había sido la preferida de un hombre adinerado, casado, que le había prometido miles de maravillas. Algunas las había cumplido como el viaje a Cancún, en ese hotel de lujo, mientras estaba supuestamente en un congreso, otras no. La que más le dolía es que durante todo este tiempo le había jurado que no seguía con su esposa. Una mañana cualquiera lo había visto con ella en un centro comercial muy enamorados. Sin más, no había respondido ya a sus llamadas, lo había desconectado de su vida y había aceptado este trabajo de directora en una empresa de venta por catálogo, en otra ciudad.

 

Fue en ese momento donde había aparecido Simón. Guapo, moreno, apuesto, detallista, no había pasado 2 semanas cuando Priscila ya había caído bajo el encanto de este soltero de 34 años.

Él llevaba mucho más tiempo que ella en la compañía. Vendedor como ella, había sido alabado por sus altos niveles de venta. Inclusive había sido nombrado una vez el mejor vendedor del continente. En su oficina, justo a la entrada, se podía admirar la placa de reconocimiento que el mismo gerente general le había mandado.

 

Ahora mismo, Simón estaba a su lado en esta pesada reunión. De pronto era por eso que ella estaba poco atenta.

Él la miro de reojo, le sonrío y le lanzo un beso por encima del hombro del conferencista. Hacía apenas 6 meses que se conocían y 2 semanas que él le había propuesto matrimonio, y aunque ya vivían juntos, le encantaba la idea de salir de la Iglesia con el vestido blanco, rodeada de toda su familia.

 

Simón era verdaderamente un buen partido. Soltero, sin compromiso, buen mozo, a su edad ya tenía todo lo que una joven de 23 años podía soñar: apartamento lujoso, carro de lujo, vestimenta de lujo, hasta su mascota, un gato siamés miniatura, era de lujo. Ella, claro que estaba loca de amor, pero finalmente no sabía muy bien hacer la diferencia entre Simón y sus pertenencias. Al fin y al cabo, eran una sola cosa. ¿Por qué hacer la distinción entre los dos?

 

Algunos compañeros y compañeras le había advertido que algo tenía que andar mal con este hombre, que tanta dicha no podía ser verdad, pero ella omitía todos estos comentarios negativos pensando que seguramente estaban celosos de ella.

 

Al salir a la pause de las 10 am, vio la directora general acercarse a Simón y pedirle que estuviera libre toda la tarde para hablar con ella. Simón, aunque sorprendido, no pareció demasiado preocupado, pero Priscila que lo conocía bien, noto algo cambiado en su ser. Ella pensó que  tal vez le iban a asignar una nueva cuota de  clientes y que ya con el trabajo que él ya tenía, este asunto le molestaba.

Sin embargo, durante las 2 horas siguientes, noto a Simón como nervioso. Ya era el que parecía en las nubes, sufriendo de calor, desinteresado en las materias tratadas o ido. En el almuerzo, lo más seguro es que podría averiguar la causa de su preocupación.

 

Priscila, sentada a la misma mesa de siempre, esperó antes de pedir el plato que  más le gustaba a Simón. Pero este no llego. Lo había visto dirigirse a los baños después de la charla, le había hecho un guiño de ojo y ella lo había precedido en el restaurante donde, desde su relación, tenían acostumbrado almorzar.

A la 1 pm, Priscila, después de haber comido de prisa y ya inquieta, se levantó y recorrió en sentido contrario el camino hacia la firma. Entro en los baños para ver si no le había pasado nada a Simón. Después de visitar las oficinas, hablar con todos, de comprobar que no estaba, de buscarlo por todas partes, incluyendo a las dos clínicas cercanas, no sabía que más hacer, no sabía que más pensar…

A las 2 pm, cuando la directora general llego, Simón no había reaparecido. Las dos mujeres una en su cubículo, la otra en la sala de juntas, lo esperaron toda la tarde.

 

3 días después ya todo el mundo sabía lo que había pasado y Priscila estaba destrozada. ¿Cómo había sido posible que ella, que había convivido con él, no se hubiera dado cuenta de nada? ¿Cómo es que el astuto ladrón – así había que llamarlo hoy cuando ya la policía reportaba millones en estafa – le había podido esconder sus patrañas? Hasta su matrimonio – le había comentado la directora - había sido una manera de ocultar algo del dinero robado.

 

Priscila no lo podía creer. Toda su vida se derrumbaba de una. Y nadie estaba para socorrerla. Sus familiares estaban lejos, su amigos escasos, su novio además de desaparecido, ladrón… y entonces, se dedicó desde la primera noche de desgracia a olvidar. 

 

Olvidar en el alcohol era lo mejor. Y de tanto y tanto beber – 4 meses después - no se acordaba bien porque bebía: la habían sacado del lujoso apartamento de Simón, quitado las llaves del carro, echado a la calle, cancelado todas sus tarjetas de crédito, obligado a renunciar a su empleo, hasta habían sospechado de estar metida en el fraude. A todas estas calamidades, Priscila había respondido con una sola medicina: la bebida. Del whisky al brandy, del brandy al aguardiente, del aguardiente al vino barato y del vino barato al alcohol industrial, su caída había sido vertiginosa: ¡De los barrios ricos a la calle!

 

Nunca la joven habría pensado que esto hubiera sido posible. Pero allí estaba sentada en una acera, chupando veneno, a pico botella, escondido en una bolsa de plástico negro.

 

La noche anterior, para aguantar el frio que tenía, un compadre, media sombra, medio humano, que había conocido desde hacía poco tirado en un rincón de la avenida, le había propuesto algo mejor. Lo había probado y le había gustado solo porque durante algo de tiempo la había puesto a elevarse y la había sacado de esa realidad. Se prometió pedirle más.

 

Un pregonero, uno de estos vendedores de prensa, paso a su lado. Y en vez, de escucharle gritar el título del periódico, oyó claramente: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”.

 

Priscila no se movió inmediatamente. Pero esta frasecita la siguió durante horas: se negó a probar nuevamente lo que la sombra le había ofrecido la noche anterior, se refugió en la escala de un templo en el centro de la ciudad y tuvo mucho temor de que la guardia la sacara de allí.

 

Cuando abrieron las puertas para la primera misa, trato de entrar. Un acolito le prohibió el acceso porque olía a mugre y alcohol. Parecía haberse orinado en su ropa. Desde la entrada, escucho la predica, participo a la liturgia y en el momento de la comunión se acercó al altar. Jamás olvidaría la sensación de paz que la sumergió en el instante de recibir “Cristo, pan de vida”.

 

 

Años después, Priscila es ama de casa. Tiene 3 hijos con un hombre sencillo que le enseño a volver a vivir. Dedicada a las ventas por catálogo desde su hogar, también – dice ella – vende a Jesucristo, a su Luz, a su Paz, a su Presencia en la Eucaristía. Ella pretende haberse vuelto la Voz del Señor, en los bajos fondos y en las altas esferas. Todo terreno, dice ella.