Mamá.

Hablamos con ella 1,2.3 veces al día. Aún difunta, seguimos hablándole y encomiéndole nuestra vida y la de nuestros seres queridos. Rara vez, peleamos con ella como para nunca más dirigirle la palabra.

 

Adoramos su presencia amorosa y sus consejos sabios. Rara vez nos cansan sus cantaletas, sus regaños, sus juicios negativos, sus miedos.

 

Nos gusta su olor a perfume sutil, sus movimientos de reina, sus cabellos de finos hilos de oro o de plata, su piel parecida a dulce corteza de durazno, su cuerpo de amazona. Rara vez, nos parece fea y rabiosa.

 

Literalmente, nos levantó. Desde la semilla sembrada en su interior hasta los grandulones que lleguemos a ser. Siempre vela a que nos convirtamos en personas de bien. Rara vez, nos abandona y nos deja crecer solo.

 

Nos enseñó lo que sabemos de la vida: el amor incondicional, la bondad, la ternura, el esfuerzo, la entrega, la risa y el optimismo. Rara vez, los vicios, la depresión o el desencanto.

 

Nos ubicó en la vida, abriéndonos puertas y oportunidades, motivando nuestros talentos y deseos de ser alguien. Rara vez, apagó las llamas de nuestro entusiasmo y nos dejó ser mediocre.

 

Siempre sigue estando allí cuando todo anda mal, cuando tenemos dificultades, cuando parece que de este hueco ya no saldremos, para darnos ánimo y sus manos para trepar nuevamente hasta el cielo. Rara vez nos entierra vivo y  echándonos tierra encima.

 

Entre ella y nosotros, existe una especie de simbiosis imborrable. Nos tuvo 7, 8 o 9 meses gestando nuestra individualidad y cantándonos canciones desde su vientre. Rara vez nos expulsó antes de tiempo.

 

Nos tiene de carne y hueso, de corazón y tripas, alabándola porque sigue siendo la persona más importante de nuestra existencia. Rara vez nos produce repulsión y enfermedad.

 

Rara vez, nos tiene que pedir perdón porque es el amor hecho mujer. Y si así fuera, por cualquier circunstancia de la vida, no podríamos olvidar que, felices o desdichados, nos permitió estar aquí hoy.

 

Y si pensamos que nuestra mamá nos hizo daño alguna vez, seguramente pensó que, por amarnos, lo tenía que hacer. “Perdonémosla porque no sabía lo que hacía”.

 

 

Perdonar a nuestra mamá viendo Jesús y María abrazándose una última vez en el camino hacía la cruz, es un importante paso hacia la felicidad.