Judas: comenzar de nuevo.

Judas se había ido para el ejército desde los 15 años. Ya no soportaba sus 7 hermanos y su madre viuda que le reclamaba sin cesar pan para sus bocas y futuro mejor.

 

Su padre lo habían matado los “paras” hacia 5 años y desde los 10 años había tenido que buscar el sustento para su familia, pues él era el mayor y su mamá, por frágil de salud y ocupada con su amplia descendencia, no podía emplearse.

 

Le había tocado salirse de la escuela para enfrentar solo el mundo de los adultos. Viciosos, aprovechados, violentos, corruptos, esos eran los adultos que le había tocado a lo largo de su combate contra el hambre.

 

Es por eso que apenas había sabido que enrolaban soldados, se había presentado. También motivado por el salario mínimo que le había prometido. Buena parte podría enviarlo a los que se habían quedado en la humilde choza que le servía de casa a su familia. Había esperado que su hermana tuviera 14 años y hubiera terminado su primaria para alejarse de este infierno.

 

Pero desde hacía 2 años, no podía decir que las cosas habían mejorado para él. No solo a la semana de haber sido reclutado, se había dado cuenta que “el ejército” en el cual estaba era el “Ejército de Lucha Nacional”, grupo guerrillero subversivo, sino que a los 3 meses le habían suprimido el auxilio económico, que obviamente ya no podía mandar a su casa.  Andaba por sendas y trochas, de norte a sur a la orden de “mi sargento”, un hombre fuerte y rudo que a todos infundía miedo.

 

-          “Del infierno, caí al infierno y medio” pensaba Judas.

 

Pero era inútil argumentar, rebelarse, tratar de escapar. Su vida hubiera estado en riesgo, de ser considerado como traidor. De todas maneras, de tanto andar no sabía a ciencia cierta donde estaba. Lo más seguro es que se encontraba muy lejos del pueblo que lo había visto nacer.

 

Judas, al igual que 20 de sus jóvenes compañeros, se sentó en el suelo de musgo húmedo. Se quitó las botas pantaneras para extirpar de ellas la tierra y los pedazos de madera que se habían infiltrado durante las 24 horas de marcha. Pues se decía que las tropas del Estado se acercaban y que había que desplazarse.

 

Desplazarse, como decían los jefes, no era del todo fácil. Pues ellos mismos habían sembrado decenas de minas alrededor de sus campamentos y solamente estos conocían las vías de salida.

 

Hacia 4 horas Judas había presenciado una escena de pesadilla. Un amigo se había alejado de la trocha a escasos 2-3 metros para ir al baño, había saltado sobre uno de estos artefactos de muerte y en vez de socorrerlo, el sargento lo había ejecutado.

 

Un sin sabor de tristeza y rabia, mezcladas con sentimientos de impotencia había compartido la patrulla. A la primera ocasión, se daría el lujo de entregarse.

 

En este campo minado, ansiosos de que en cada instante podían literalmente explotar, ellos y el experto guerrillero seguían su marcha forzada.

 

Judas caminando como un autómata se sorprendió al pensar a su madre. ¿Qué habría sido de ella? Seguro que con una boca menos, las cosas eran más fáciles. ¿Qué habría de sus hermanitos? Seguro estaban estudiando. Y él que no había podido seguir ni siquiera la escuela básica, se ponía a soñar con culminar un bachillerato. ¿Cómo? No lo sabía. Pero pensaba que su vida tenía que cambiar.

 

Súbitamente, el ruido de varios aviones se acercó a gran velocidad y empezó a caer fuego del cielo por todos partes.

 

Precipitadamente, muerto de angustia, Judas hizo un paso al lado. Sin siquiera darse cuenta, puso un pie sobre un tronco medio podrido. La carga explosiva le atravesó la pierna y se desmayó. 

  

Cuando volvió en sí, se encontraba en una pieza blanca tirado en una cama al lado de 3 compañeros. Eran los únicos sobrevivientes de aquel ataque de las fuerzas armadas a su columna móvil.

 

Él, como los sobrevivientes, había tenido mucha suerte. Inconsciente tirado en un lecho de hojas, no había presenciado el bombardeo. Durante 5 horas, muertos y heridos habían compartido la misma suerte: ¿alguien vendría a buscarlos?

 

Finalmente, un escuadrón se había acercado, había sepultado los muertos y evacuado los lesionados en helicóptero.

 

2 meses después Judas ya se sentía mejor. No es que no estuviera preocupado por su futuro. Con un pie muerto y problemas judiciales, todavía existían miles de obstáculos entre él y la libertad. Pero por primera vez, desde hacía varios años, no sentía el enorme peso de una vida que no había podido escoger.

 

La semana anterior había recibido la visita de Mateo, un joven que volvió a caminar después de un accidente de tránsito que lo había dejado paralitico. Gracias, decía él, a escuchar la voz de un Dios infinitamente bueno.

 

Mateo le había leído algunos pasajes de la biblia. Pues aparte de ver televisión no tenía mucho que hacer.

 

¿Será verdad que había un Dios bueno? Él no sabía. ¿Por qué entonces le había dejado tener esa vida tan cruel que le había tocado? Le había parecido insensato el cuento de la oveja perdida. ¿Cómo es que salía el pastor a buscar la extraviada en vez de quedarse a cuidar las otras? Él no habría hecho semejante tontería.

 

Se acordó vagamente que su mamá le había enseñado el signo de la cruz que el joven Mateo había hecho al terminar. Pero nunca antes había escuchado hablar de Jesús, de lo que había dicho y realizado antes de subir al cielo.

 

Mateo había vuelto durante toda la convalecencia de Judas, le había enseñado los mensajes y actos de este tal Jesús que pretendía ser su amigo. Lo que más lo sacudía era la historia de su tocayo que lo había vendido por 30 monedas y se había ahorcado.

 

Los médicos le habían dicho que lo iban a dejar volver a su casa sin dificultades legales, inclusive con un subsidio estatal. ¿Sería cierto lo que Mateo no le parraba de decir? “Dios es bueno. Dios cuida de ti. Dios te ama”.

 

Judas volvió al pueblo. Volvió a unirse con su familia. Nada había cambiado.  Las mismas calles, las mismas casas, la misma plaza. Pero él no era el mismo: se desplazaba con una muleta.

 

Se acercó al templo con la biblia que Mateo le había regalado en la mano. Abrió el pasaje llamado “el buen pastor”. Y se puso a orar. Sencilla, humilde y fervorosamente. ¿Pero quién era él para pedirle a Dios?

 

Después de un instante sintió un extraño calor atravesar su pie. Sintió que ya no necesitaba las muletas.

 

Entonces se puso a predicar. Se puso a aprender la Palabra de Dios y a compartirla con las personas del pueblo, con estos adultos cascarrabias que le había tocado de adolescente, con su familia, con sus vecinos. Ya sabía que las armas no iban a cambiar el mundo, sino la vida de este revolucionario llamado Jesus. Él definitivamente se había dejado seducir.

 

 

Un Nuevo Sol había aparecido en su vida.

 

A pesar de que muchos lo consideraban ido de la cabeza, paria, bandido o irrecuperable, imperativamente tenía que ser la Voz del Señor: por su compañeros, jóvenes como él, sin oportunidades y que ya no estaban para seguir escribiendo sus historias, por su mama, su familia, sus condiciones de pobreza extremas que se necesitaba transformar, por esta paz, la interior y la que se acababa de firmar, que sentía justa, útil y esencial para evitar otras tantas más barbaridades.

 

¿Si Dios había sido capaz de regalarle un nuevo comienzo, serían capaces los hombres de rechazarlo?