Judith, la adolescente.

Judith tenía 16 años. Y desde los 13 años estaba acosada por los pelados de su edad y de los grados superiores de su colegio. Pues, era muy bonita y a ellos les llamaba poderosamente la atención. Despertaba envidia por donde pasaba, tanto en los muchachos que se babeaba por tener la de novia, como de las chicas que estaban celosas de la curiosidad que siempre motivaba.

 

Pero Judith no hacía caso ni a los unos ni a las otras. Sencillamente, seguía su camino, sin parecer atenta a las incesantes molestias. Más bien, interiormente, se reía de tantas solicitudes.

 

Porque Judith había, desde mucho tiempo, escogido su vocación: iba a ser médica. No importaba los numerosos esfuerzos que iba a tener que realizar, no importaba los miles de problemas que surgirían seguramente de aquí a alcanzar su sueño, no importaba el hecho que su familia no tendría la manera de mandarla a la universidad.

 

Ella sabía que no la tendría fácil. Es por eso que las charlas de los otros estudiantes la dejaban fría: se había fijado su meta y nadie – mucho menos un novio – le iba a sacar la idea.

 

Parecía, a veces, presuntuosa, ella que ganaba los exámenes con “excelentes”, ella que había ganado ya 3 becas y que contaba sobre una de ellas para poder seguir estudiando, ella que era altamente valorada por todos sus profesores, ella que inclusive, al representar su colegio en pruebas nacionales, había sacado el segundo puesto, pero compartía todos estos increíbles logros con sus amigos y amigas, no era escasa de ayudar, al uno o al otro, en sus tareas y en la preparación de las materias, no paraba de agradecer a sus padres, sus maestros y a sus compañeros la dicha de convivir con ellos.

Así que todo el mundo la amaba: unos por su extraordinaria belleza, otros por sus talentos, la mayoría por su simplicidad y su entrega.

 

La vida de Judith transcurría así porque desde pequeña había aprendido el valor del esfuerzo y de la responsabilidad frente a los dones que le había regalado mi Dios: una inteligencia fuera de lo común y un don de gente sobresaliente. En efecto, cada vez que se le ocurría algo que conquistar siempre se la ingeniaba para obtenerlo con la ayuda de las personas que iba consiguiendo para formar sus equipos: equipo de fútbol, equipo de basquetbol, equipo de ciencia, equipo de tecnología, nunca dejaba a nadie por fuera, buscaba sacar lo mejor de cada uno y todos le agradecía estos cuidados.

 

Todo habría podido seguir igual, si algún día no había pasado algo que el mundo, por lo menos el de Judith, nunca iba a olvidar: la había nominado al máximo premio de inteligencia a nivel mundial, el equivalente al Nobel para los alumnos del planeta, el más grande y sonado galardón escolar universal. No se sabía exactamente quien la había inscrita pero, algún día, había llegado una limosina delante de su casa y un representante de este envidiable certamen le había entregado la convocación de participación a los semi-finales en la ciudad de Nueva York,

-        todo pago por supuesto, había agregado el señor.

-        Y necesitaremos el permiso de sus padres.

 

Y Judith, que nunca había salido de la cuidad más que una semana con su familia, empezó a hacerse un montón de preguntas:

 

-        ¿Será que mi inglés es lo suficiente fluido como para Nueva York?

-       ¿Seré capaz de competir con el niño genio, el Einstein chiquito, del cual la prensa y la televisión cuentan tantas hazañas?

-        ¿Estoy lista para semejante concurso?

-        ¿Tendré la vestimenta para presentarme? ¿Seguro que no me puedo ir en jeans y tenis que son con lo que más me siento cómoda?

 

Detrás de cada una de estas inquietudes, había nacido en Judith un sentimiento nuevo que poco antes había experimentado más que en algunas películas que ella sabía ser de ficción.

 

Pero aquí, el asunto era real: real había sido la limo, real había sido el frac del manager de la competencia, real eran el boleto ida y vuelta para los Estados Unidos, real era el miedo que Judith deploraba sentir en estos momentos….mejor dicho el miedo no, el terror.

 

Se aisló un buen rato para pensar y poner orden en sus ideas: ¿Quería ir? Pues aunque un ofrecimiento como este no se declinaba, esta era la primera pregunta. Claro que sí, quería ir. ¿Podía ir? Pues por los medios materiales, no había problema: todo pago había dicho el Señor, Pero para el consentimiento de sus padres, no sabía. ¿Sería a la altura de semejante reto? Creía que si pero a veces le entraba la duda y creía que no.

 

A las 6pm, sus padres al volver del trabajo, descubrieron Judith como nunca antes. Despeinada, en chanclas, con su uniforme medio torcido y la cara recién lavada con los ojos rojos de tanto llorar. Al enterarse de la proposición, se alegraron mucho, justo lo que Judith, presa del pánico, no hubiera querido.

 

En estos 2 meses antes de salir, más sus educadores, sus camaradas, sus vecinos y la ciudad entera se glorificaban de tener entre ellos, una seleccionada al USM (Medalla escolar universal por sus siglas en ingles), equivalente de los oscares del cine o de los grammies de la música, más Judith entraba en un estado de parálisis mórbida.

Ella, sí, seguía sonriendo, seguía platicando, seguía jovial exteriormente pero por dentro estaba comida por el susto. Empezó a alimentarse mal, levantarse de noche no sabía a qué, a comerse las uñas y a tartamudear. Más aún que desde ayer sabía qué la final y la semi final iba a ser transmitida por televisión a nivel mundial. Esta tarde, Judith, aterrorizada, se pintó el pelo de verde.

 

Sus padres, inquietos, consultaron el médico de la familia.  Ese les anuncio que de salud física no era el asunto, era más bien de salud mental: su hija agobiada por la presión que su participación a este encuentro ejercía en ella. Había que dejarla en paz, procurarle paz, volver a brindarle paz.

 

Sus padres, ocupados, no podían sacar 5-6 días para descansar con ella. Así que le propusieron, retirarse donde su abuela que vivía en un pueblo como a 7 horas de allá. En esta población lejana seguro que no habían oído hablar de la convocatoria al concurso.

 

La abuela, un poco extrañada de recibir su nieta durante el año escolar y además el cabello colorado de verde, sin embargo no pregunto nada y silenciosamente, como todas las ancianas querendonas, se puso a atender a Judith como una princesa, sin mucho hacerse ver, sin mucho imponer su presencia, como si hubiera sabido que lo que más necesitaba la niña era silencio, para volverse a encontrar con ella misma, para hacer un pare y saber en qué estaba.

 

Por eso le había dejado la libertad de quedarse en el jardín hermoso que ella, a lo largo de los años, se había creado. En el solar enorme de su casa pueblerina, anteriormente asaltado por la maleza, rodeado de muros gigantes, se había confeccionado algo que ella misma llamaba su edén.

Muy poquitas personas tenía derecho a cruzar la puerta de este lugar encantador donde corría una fuente de agua cristalina rodeada de muchas flores sembradas con un arte que la viejita había desarrollado durante años. En el centro de este paraíso había construido una gruta con rocas. Allí tronaba una estatua de la Santa Familia, que durante la navidad se volvía su pesebre. Solamente en esta época, estrictamente los familiares cercanos estaban autorizados a entrar.

 

Judith, al cabo de los 5 días y al contacto con esta naturaleza, había vuelto a poner las cosas en orden. Ese último día, a la mañana antes de partir por el bus de la 12m, había encontrado algo nuevo, que la abuela, que con miedo a molestar y a sabiendas que las jóvenes – como ella misma a esa edad – no se interesaba mucho en la devoción, discretamente, había puesta allí, como olvidada: una biblia que llamo inmediatamente la atención de la adolescente.

 

La abrió al azar y empezó a leer. Era una parábola que ella ya conocía pero que se había relegado en su memoria, ocupada que era con el espectáculo mundial, el espectáculo donde era ella una de las artistas principales, donde ella iba ser todo el espectáculo, ocupada con todo el trabajo que siempre tenía, ocupada, ocupada, ocupada.

 

Era la historia de 3 siervos que reciben de su dueño cada uno una cierta suma de dinero, cada uno un…talento. El resto se quedó escrito en el papel porque ya Judith había entendido el mensaje mandado por Dios a través de su Palabra. Había olvidado sus talentos, había olvidado a Dios, su Divina Providencia, su bondad, su voluntad. Había puesto por delante sus temores, su ser, su yo erguido antes que la bella oportunidad que Él le había mandado.

 

Durante el camino de vuelta, Judith poquito a poco se dio cuenta que no lo podía defraudar, no podía defraudar a sus familia, sus educadores, sus amigos, su ciudad, y primero ella misma. No podía renunciar a lo más precioso que Dios le había dado, ¿no será que, algún día vendría a pedirle cuentas de lo que había hecho con sus talentos? Ella ya no quería ser como este tercer siervo que había tenido miedo.

 

Lo primero que hizo llegando a casa fue de desteñir el pelo, pues para eso se lo tuvo que cortar hasta los hombros. Ese nuevo look le gusto bastante: se parecía a unas de estas heroínas de Hollywood que admiraba en secreto. Al fin y al cabo ¿No era a un show televisivo al que iba?

 

Cuando sus padres llegaron esta noche a casa la encontraron metidas en sus libros de clase, en las enciclopedias, en internet, en todo lo que podía servirle para demostrar quién era Judith.

 

Y cuando sus padres nuevamente asustados por el cambio, le insinuaron que esta emisión – pues se iba sola, a miles de kilómetros y sin apoyo – bien podría ser una manera de reclutar jóvenes bonitas para una red de prostitución, ella les afirmo que nada tenía que ver con eso, que ella estaba decidida en probar su suerte, que Dios le había llamado a desarrollar sus talentos.

 

Judith solo llego de cuarta en la temporada de este año. Pero se defendió valientemente. Eso era lo que para ella importaba.

 

Hoy, a sus 35 años, es médica urgentista. Le fascina atender la gente en momentos que siempre son de angustias, de alboroto y de zozobra. Siempre está allí para tomar las mejores decisiones en el tiempo más corto posible pero de una manera calmada, tranquilizadora para los familiares o amigos que llegan con sus accidentados, enfermos y heridos.

 

También hace parte de la organización católica de intervención “Peregrinos de Esperanza”.

 

Es allá, en estos dos lugares de agonías, que piensa que Dios quiere que desarrolle sus increíbles aptitudes. Y para seguir indagando la voluntad del Señor, participa diariamente en la eucaristía: siempre le recuerda al jardín del Edén de su abuela.